domingo, 10 de agosto de 2014

Lo público y lo feo



De chico solía pasar mis veranos en casa de mi abuela. Era la manera que encontraba mi vieja de sacarme de encima, cubrir su culpa por haberme aislado de los chicos de mi barrio (San Martín) y suplir esa ausencia con los chicos del barrio de mi abuela, Villa Ortúzar. Además, como éramos una clase media baja en leve ascenso y mi papá trabajaba de lunes a lunes en la parada de diarios, no existía la posibilidad de vacacionar.
Pasar el verano en lo de Rafaela implicaba mucha calle y mucha Agronomía. Entre los 7 y 12 años, no sabíamos (o no registrábamos o no nos importaba) que la Agronomía era, en realidad, el espacio de la Facultad de Agronomía de la UBA. Para nosotros (Pablo, Pablito, Chicho, Carlitos, Ale, los Pizzo y un servidor) era un extenso campo de billar donde jugar (yo solo formar parte del equipo) a la pelota, andar en bici, caminar, espiar a escondidas a las parejas que lo usaban de telo después de las seis de la tarde, juntar eucaliptos y atravesarla de punta a punta para ver a Comunicaciones de colados los sábados a la tarde. A veces pasaba una camioneta municipal (el club Costa Rica es parte del predio) que intentaba echarnos o sacarnos la pelota. Al rato estábamos de nuevo. Las puertas y portones, siempre abiertos. En invierno, el pochoclero vendía manzanas acarameladas, hijos secos, algodón de azúcar y pororó (o como cada cual le llame), y en verano el heladero pasaba con un carro lleno de hielo seco y helados.
Bajo algunos árboles, los viejos del barrio se sentaban a juagar al truco (entre ellos mi abuelo). Cuando varias tardes seguidas faltaba alguno, sabían, sin asumirlo, que había pasado: ese viejito se iba de gira para siempre.
Muchos veranos después la agrono dejó de tentarnos. Los veranos empezaron a hacerse distintos. Y, sin querer, nos fuimos por primera vez solos de vacaciones. Las primeras fueron con Pablo, uno de los Pizzo y el cuñado de uno de ellos (que, después me di cuenta, medio iba de trampa). El destino del micro fue San Bernardo, pero al llegar nos pusimos a caminar a la madrugada buscando un cámping y sin querer llegamos al paraíso. El cámping municipal de Mar de Ajo. Extensas hectáreas donde volví al menos tres veces más, con un amigo de la secundaria, Guillermo. Literalmente era el lugar soñado. Salida a la playa, bar con música y barra setentista a la noche (era la época de la primavera democrática), una tarifa súper económica, parrillitas para calentar la pava, y una caja inagotable de latas para el almuerzo. A la noche, al cine al aire libre, regenteado por dos vecinos de carpa (Haira y otro que no me acuerdo su nombre, todas las noches pasaban la misma película). Casi todas las noches hacíamos dedo hasta San Bernardo (no nos alcanzaba para el bondi) para encontrarnos con el Bardo, Laura, Silvia, Lilian o Mercedes y Silvina y algún compañero más que estuviese dando vueltas por ahí. Eran los más potentados que tenían casa de veraneo. Era la clase media en ascenso que pocos meses antes había votado por Alfonsín para terminar de una buena vez con el peronismo.
Volví años después, cuando ya se había agotado el sueño alfonsinista, al espacio de la agrono, pero del otro lado. A Veterinaria. Mis amigos de la Franja eran de ahí. Nuestros votos para la FUBA venían de ahí. Los mejores asados y un par de buenos cumpleaños los hicimos ahí. Un día Marcelo nos dice, medio en broma, medio en serio: “Estoy preocupado, el gordo no para de hacerle obras a la decana, en cualquier momento no queda un espacio verde”. El gordo era Shuberoff, y cuidaba los votos de veterinaria como oro. Hasta la hizo vicerrectora a la decana.
En algún momento de los noventa me olvidé de esos lugares. Por alguna causa dejé de ir. Dio la casualidad que este año volví a visitarlos con mi familia. En el verano, a la Lucila del Mar. Creo que los cráteres en la luna son menos peligrosos que las calles que debe cuidar De Jesús, justo el primer jefe político que tuvo Budú.... Una tarde hicimos con Paula y los chicos el camino hasta Mar de Ajó. Quería mostrarle donde me iba de vacaciones de pibe. El otrora camping de catorce hectáreas se había convertido en una toldería. Literalmente. Lo reconocí porque vi las tribunas del viejo cine al aire libre.
Hoy, para ver cómo era un camino que Pau tiene que recorrer seguido, nos fuimos hasta la Agronomía. Por casualidad anoche había soñado con la cancha de Comu. Ya no era la cancha de mi época, con una sola tribuna y todo el espacio público para los pobres ver el partido. Entramos a la agronomía. La vieja profecía de Marcelo se había hecho realidad. Casi no quedaba espacio pública. El verde no existía más. El olor a eucalipto solo lo sentimos apenas de casualidad a la entrada. Pero lo que más me chocó fue la fealdad. Lo que podría ser un campus al estilo americano era una sumatoria de edificios sin estilo definido construidos por décadas sin ningún tipo de planificación.
Por qué cuanto esto. Por qué el título.
Hace un tiempo me viene molestando la fealdad en que convertimos el espacio público. Asumimos que lo público tiene que ser feo. Si el Gobierno de la Ciudad propone abrir bares en las plazas (como en todas las ciudades importantes del mundo) en seguida salta algún progre sensible a encontrar un negociado. Si se modifica el cruce de las vías, algún sensible barrial plantea que se dividirá el barrio cuan Muro de Berlín. Y así. Cada cosa linda (en la definición más lineal de linda/o que queramos hacer) es atacada desde el vamos por los sensibles, que a esta altura más que sensibles parecen desprolijos.
En mi entrada anterior hablaba de la educación pública, la salud pública y la seguridad pública como conceptos que la progresía local asocia a la pobreza. Y no debe ser así. Fui casi pobre de chico, apenas creo que superábamos los índices que nos incluían en la clase media porque mi viejo tenía un trabajo de cuentapropista que le había permitido tener casa propia. Pero nunca nos fuimos a Miami y fuimos de los últimos en tener TV a color (un día voy a contar esa historia).
Me acuerdo que cuando militaba pensaba que estaba bien pegar carteles en la facultad, porque lo prefería a los tiempos en que “no se podían pegar carteles”. Hasta que empecé a viajar y me di cuenta lo tonto de ese pensamiento. La libertad no pasa por pegar o ensuciar el espacio público sino por saber protegerlo para que todos podamos usarlo.
La democracia es el mejor de los sistemas que el capitalismo (al que adhiero sin ningún tipo de tapujos) permite. Pero los gobiernos populistas la han tergiversado de manera tal que ha logrado que la gente afee lo público, lo destruya y reniegue, por último, de ello.
Volver a lo público implica un compromiso de la sociedad. Pero especialmente de la clase media. Si seguimos pensando en lo público como en espacios para pobres que además deben ser feos y desprolijos, solo somos Susanitas comiendo caviar y otras delicatesen para juntar plata para comprar polenta para los pobres.
Lo público, además de para todos, debe ser lindo, estéticamente hablando.

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