De chico solía pasar mis veranos en casa de mi abuela. Era
la manera que encontraba mi vieja de sacarme de encima, cubrir su culpa por
haberme aislado de los chicos de mi barrio (San Martín) y suplir esa ausencia
con los chicos del barrio de mi abuela, Villa Ortúzar. Además, como éramos una
clase media baja en leve ascenso y mi papá trabajaba de lunes a lunes en la
parada de diarios, no existía la posibilidad de vacacionar.
Pasar el verano en lo de Rafaela implicaba mucha calle y
mucha Agronomía. Entre los 7 y 12 años, no sabíamos (o no registrábamos o no
nos importaba) que la Agronomía era, en realidad, el espacio de la Facultad de
Agronomía de la UBA. Para nosotros (Pablo, Pablito, Chicho, Carlitos, Ale, los
Pizzo y un servidor) era un extenso campo de billar donde jugar (yo solo formar
parte del equipo) a la pelota, andar en bici, caminar, espiar a escondidas a
las parejas que lo usaban de telo después de las seis de la tarde, juntar eucaliptos
y atravesarla de punta a punta para ver a Comunicaciones de colados los sábados
a la tarde. A veces pasaba una camioneta municipal (el club Costa Rica es parte
del predio) que intentaba echarnos o sacarnos la pelota. Al rato estábamos de
nuevo. Las puertas y portones, siempre abiertos. En invierno, el pochoclero
vendía manzanas acarameladas, hijos secos, algodón de azúcar y pororó (o como
cada cual le llame), y en verano el heladero pasaba con un carro lleno de hielo
seco y helados.
Bajo algunos árboles, los viejos del barrio se sentaban a
juagar al truco (entre ellos mi abuelo). Cuando varias tardes seguidas faltaba
alguno, sabían, sin asumirlo, que había pasado: ese viejito se iba de gira para
siempre.
Muchos veranos después la agrono dejó de tentarnos. Los
veranos empezaron a hacerse distintos. Y, sin querer, nos fuimos por primera
vez solos de vacaciones. Las primeras fueron con Pablo, uno de los Pizzo y el
cuñado de uno de ellos (que, después me di cuenta, medio iba de trampa). El destino
del micro fue San Bernardo, pero al llegar nos pusimos a caminar a la madrugada
buscando un cámping y sin querer llegamos al paraíso. El cámping municipal de
Mar de Ajo. Extensas hectáreas donde volví al menos tres veces más, con un
amigo de la secundaria, Guillermo. Literalmente era el lugar soñado. Salida a
la playa, bar con música y barra setentista a la noche (era la época de la
primavera democrática), una tarifa súper económica, parrillitas para calentar
la pava, y una caja inagotable de latas para el almuerzo. A la noche, al cine
al aire libre, regenteado por dos vecinos de carpa (Haira y otro que no me
acuerdo su nombre, todas las noches pasaban la misma película). Casi todas las
noches hacíamos dedo hasta San Bernardo (no nos alcanzaba para el bondi) para
encontrarnos con el Bardo, Laura, Silvia, Lilian o Mercedes y Silvina y algún compañero
más que estuviese dando vueltas por ahí. Eran los más potentados que tenían
casa de veraneo. Era la clase media en ascenso que pocos meses antes había
votado por Alfonsín para terminar de una buena vez con el peronismo.
Volví años después, cuando ya se había agotado el sueño
alfonsinista, al espacio de la agrono, pero del otro lado. A Veterinaria. Mis
amigos de la Franja eran de ahí. Nuestros votos para la FUBA venían de ahí. Los
mejores asados y un par de buenos cumpleaños los hicimos ahí. Un día Marcelo
nos dice, medio en broma, medio en serio: “Estoy preocupado, el gordo no para
de hacerle obras a la decana, en cualquier momento no queda un espacio verde”.
El gordo era Shuberoff, y cuidaba los votos de veterinaria como oro. Hasta la
hizo vicerrectora a la decana.
En algún momento de los noventa me olvidé de esos lugares.
Por alguna causa dejé de ir. Dio la casualidad que este año volví a visitarlos
con mi familia. En el verano, a la Lucila del Mar. Creo que los cráteres en la
luna son menos peligrosos que las calles que debe cuidar De Jesús, justo el
primer jefe político que tuvo Budú.... Una tarde hicimos con Paula y los chicos
el camino hasta Mar de Ajó. Quería mostrarle donde me iba de vacaciones de
pibe. El otrora camping de catorce hectáreas se había convertido en una
toldería. Literalmente. Lo reconocí porque vi las tribunas del viejo cine al
aire libre.
Hoy, para ver cómo era un camino que Pau tiene que recorrer
seguido, nos fuimos hasta la Agronomía. Por casualidad anoche había soñado con
la cancha de Comu. Ya no era la cancha de mi época, con una sola tribuna y todo
el espacio público para los pobres ver el partido. Entramos a la agronomía. La
vieja profecía de Marcelo se había hecho realidad. Casi no quedaba espacio
pública. El verde no existía más. El olor a eucalipto solo lo sentimos apenas de
casualidad a la entrada. Pero lo que más me chocó fue la fealdad. Lo que podría
ser un campus al estilo americano era una sumatoria de edificios sin estilo
definido construidos por décadas sin ningún tipo de planificación.
Por qué cuanto esto. Por qué el título.
Hace un tiempo me viene molestando la fealdad en que
convertimos el espacio público. Asumimos que lo público tiene que ser feo. Si
el Gobierno de la Ciudad propone abrir bares en las plazas (como en todas las
ciudades importantes del mundo) en seguida salta algún progre sensible a
encontrar un negociado. Si se modifica el cruce de las vías, algún sensible
barrial plantea que se dividirá el barrio cuan Muro de Berlín. Y así. Cada cosa
linda (en la definición más lineal de linda/o que queramos hacer) es atacada
desde el vamos por los sensibles, que a esta altura más que sensibles parecen
desprolijos.
En mi entrada anterior hablaba de la educación pública, la
salud pública y la seguridad pública como conceptos que la progresía local
asocia a la pobreza. Y no debe ser así. Fui casi pobre de chico, apenas creo
que superábamos los índices que nos incluían en la clase media porque mi viejo
tenía un trabajo de cuentapropista que le había permitido tener casa propia.
Pero nunca nos fuimos a Miami y fuimos de los últimos en tener TV a color (un
día voy a contar esa historia).
Me acuerdo que cuando militaba pensaba que estaba bien pegar
carteles en la facultad, porque lo prefería a los tiempos en que “no se podían
pegar carteles”. Hasta que empecé a viajar y me di cuenta lo tonto de ese
pensamiento. La libertad no pasa por pegar o ensuciar el espacio público sino
por saber protegerlo para que todos podamos usarlo.
La democracia es el mejor de los sistemas que el capitalismo
(al que adhiero sin ningún tipo de tapujos) permite. Pero los gobiernos
populistas la han tergiversado de manera tal que ha logrado que la gente afee
lo público, lo destruya y reniegue, por último, de ello.
Volver a lo público implica un compromiso de la sociedad.
Pero especialmente de la clase media. Si seguimos pensando en lo público como
en espacios para pobres que además deben ser feos y desprolijos, solo somos
Susanitas comiendo caviar y otras delicatesen para juntar plata para comprar
polenta para los pobres.
Lo público, además de para todos, debe ser
lindo, estéticamente hablando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario