Vamos a
decirlo directo desde el principio: los años setenta fueron una mierda. No hay
nada que reivindicar. Ni la política ni la economía. En el plano económico,
arrancamos con el final de las políticas corporativas y desarrollistas llevadas
adelante por Onganía, para pasar a experimentar con un populismo a la argentina
de Gelbard, un ajuste feroz de Rodrigo, el liberalismo a ultranza de Martínez de
Hoz, populismo a la Viola y de nuevo ajuste a lo Alemann. Todo eso en la
friolera de tan solo diez u once años. Al menos, desde el retorno a la
democracia los planes económicos, empezando por el Austral, duran un par de
años más. Incluso el “modelo” actual.
Pero lo que
me interesa es detenerme un instante en la cuestión política. Al final de La Voluntad, uno de los protagonistas
(actualmente funcionario público) dice algo así como “no entendíamos la
democracia como modo de resolver problemas”. A confesión de parte…, es decir,
les interesaba poco o nada la democracia. Creían en esa entente indefinida
denominada “revolución”. Pasan los años y me pregunto, que es la “revolución”.
Nadie lo sabe explicar. Es la revolución del año 1910 en México, que derivó en
setenta años de gobiernos priistas? O es la revolución rusa, que mantuvo toda
la burocracia zarista y los mandos militares y diplomáticos, casi un golpe de
estado al uso moderno. Tal vez sea la revolución cubana, donde cincuenta años
después sigue gobernando la familia Castro, casi una monarquía revolucionaria
(ya que estamos, podrían aclararme en este ejemplo cual es la diferencia con la
revolución que llevó adelante en España Francisco Franco?).
Hace un par
de años, con motivo de la toma de una facultad nacional, off the record un periodista comentó “nosotros matábamos gente, no
se quejen de los chicos”. Frase esta dirigida a funcionarios de la facultad
protagonistas de los setenta y que no podían (o no sabían) resolver el
conflicto. Suena irónico, pero era así. Ellos mataban gente. De un lado y del
otro. Algo totalmente asumido y naturalizado.
Ahora bien,
esta locura atravesó todos los ámbitos sociales. Escritores que donaban sus
derechos de autor a las orgas revolucionarias. Poetas que grababan manifiestos
revolucionarios en discos clandestinos. Cantantes que escribían canciones
revolucionarias o escondían el producto de los secuestros en los primeros
paraísos fiscales.
Visto a la
distancia, cuarenta años después, una lectura objetiva no nos debería dar más
que un balance negativo de esos años. Pero no. No es lo que sucede. Y en esto
no creo que sea (única) responsabilidad de las actuales políticas
reivindicativas (en términos académicos “de la memoria”) por parte del
gobierno. Creo que el problema es más profundo aún.
Existe, sobre todo en la progresía cultural, un complejo de culpa sobre los ochenta. Es decir, sobre el triunfo de Alfonsín. La mayor parte de estos sectores parten de una base que podría ser: “que bueno que ganó Alfonsín, pero que lastima que perdió el peronismo”. Es algo que se viene observando desde, al menos, el año 1985, cuando estos sectores culturales empiezan a alejarse del primigenio alfonsinismo, para dar el salto final después del nunca reivindicado (por el partido radical, sobre todo) “felices pascuas” de Alfonsín cuando resuelve el intento de asonada militar de Aldo Rico (un dato interesante, el propio Aldo Rico termina hablando bien de Alfonsín en la biografía recientemente editada del líder radical).
Es decir,
esta progresía cultural, en su afán de despegarse de la teoría de los dos
demonios, termina recreando una nueva dicotomía: de un lado el terrorismo de
Estado, del otro la tibieza radical, y en el medio los sectores “populares” y
sus líderes que solo buscan la felicidad del pueblo.
Lo
interesante de todo esto es que sectores que viven criticando la obediencia
debida, el punto final y los “30 muertos” de De la Rúa, jamás han hecho una
autocrítica de su propia responsabilidad durante esos años. No pretendo que
personajes nefastos como Firmenich o Perdía lo hagan. Me refiero a aquellos que
desde un lugar de superficie dieron un guiño a esquemas mesiánicos y
militarizados.
Esta falta
de autocrítica por dichos sectores, sumada a la desangelización que se hace
desde la actualidad de los protagonistas de dicha etapa (los chicos solo pedían
un boleto estudiantil, los compañeros de Trelew enfrentaban una requisa, Walsh
era un buen escritor y el mejor periodista, etc.) que daría vergüenza a los
propios actores de esa época, hace que nos encontremos en la situación actual,
donde un pibe cuyo único acto militante (valido, por cierto) es tomar un
colegio, cree que es la viva reencarnación del Che Guevara.
Es momento
de empezar a poner los hechos en su lugar, aunque no es siquiera novedoso. La
obra canónica sobre la época (de nuevo, La
Voluntad) ya lo planteaba
descarnadamente.
En general,
cuando hablo con militantes políticos de la etapa que no participaron de alguna
organización guerrillera (como el ERP o Montoneros) coinciden en una
categorización sobre los protagonistas y los definen con palabras tales como “mesiánicos”
o la menos políticamente correcta frase de “eran unos hijos de puta,
militarizados peor que los milicos”.
En fin, que
los setenta fueron una mierda. Que es hora (como lo hace Birmajer en Clarín del 11 de enero de 2014) de
reivindicar el Felices Pascuas, porque en definitiva era la demostración de que la democracia si servía para resolver problemas (o como más
académicamente suele definir un conocido politólogo, las elecciones sirven para
rutinizar en el conflicto político).
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