lunes, 3 de marzo de 2014

Ana

Hay un momento en que cada uno de nosotros toma un determinado rumbo en la vida. Las circunstancias influyen de tal manera que todo lo que hagamos a partir de ahí, está condicionado por un hecho que lo marca para siempre.
En mi caso ese momento sucedió el 1 de marzo de 1979. Hace treinta y cinco años. Ese día, de madrugada, murió Ana, mi tía. Leucemia fulminante diagnosticada en Rio de Janeiro y traslado directo al Lanarí. En una semana se la llevo la enfermedad.
Tengo vagos recuerdos de esa semana, los de un chico de tan solo diez años que trata de leer los ocultamientos de la realidad en la vieja casa de mi abuela. Una realidad muy presente pero que había que ocultar, sobre todo, a Rafaela y a mi. Como en el cuento de Cortazar, La salud de los enfermos, el problema de como decir las cosas cuando sucedieran.
Esos recuerdos incluyen la comparación. "Mamá, la tía tiene algo pero que lo de Marta?" (en diciembre, otra tía había estado internada, como usualmente, ya que esta nos va a enterrar a todos nosotros). Al principio era un "no" tajante la respuesta. Con los días se fue haciendo cada vez más real el "Si". Era cuestión de ir preparandonos. Y no es cosa que en casa se le huyera a la muerte. Cada seis o siete meses, la parca se llevaba a alguno. Bromeábamos que teníamos un acuerdo con casa Lemba: "Che, corré el muerto de la sala A que están mandando uno los turcos". Eramos clientes, casi vip.
La cuestión era mi abuela, había perdido a su marido unos meses antes, y dos hijos apenas nacidos mellizos (en una época que se tenían muchos hijos porque no todos sobrevivían).
Hasta el último día se lo ocultaron. Hasta el último día cocino la comida para llevar a Ana, ya que una mujer de su estilo (el de Ana, una de las primeras impulsoras de las boutiques de alta costura en Argentina, donde se inició Elsa Serrano) no podía comer "esa comida de hospital". Yo la llevaba, por Campillo derecho, hasta la entrada del Lanari. Así, además, veía un rato a mi tía.
Mi tía. Probablemente la mujer más preparada de mi familia. De armas llevar. De chica, jugando al hokey en un partido bravo, para Comunicaciones, le partió el palo en la cabeza a un rival. El resultado: 99 años de suspensión.
La persona que me inició en la lectura. Estaba obsesionada con que leyera a Kipling. Raro, ella era una militante de la causa árabe y quería que leyera al principal autor colonialista inglés. Lo logró a medias, con una adaptación en historietas de El libro de la Selva.
Unos meses antes me había chantajeado. Si no le ponés ese nombre a tu hermana (no le gustaba el que había elegido), te regalo diez libros. Digamos que no me resistí mucho, pero mi viejo me cagó y le puso el primer nombre que habíamos elegido. Obviamente, jamás me compró esos libros. Era dura. Muy.
Nunca supo que se moría, en esos años las cosas eran así.
No fui al velorio, pero si unos días después al cementerio. Tengo en mi la imagen de mi abuela desgarrada llorando en una tumba todavía terrosa e hinchada.
Ese día cambió mi vida. Nos fuimos todos a vivir de Rafaela. No podíamos dejarla sola. Incluso mi tío, reciente viudo, se instaló en Campillo. A partir de ahí, todo lo que vino después está asociado a esa mudanza. Es como en el libro de Stephen King, 22/11/63. Hay un hecho que condiciona todo el resto de la vida de las personas. Si cambias ese hecho, todo va a cambiar.

Hace treinta y cinco años se repite el mismo ritual. A la mañana, comprar Clarin. Ojearlo y llegar a la página de obituarios. Corroborar el aviso (desde hace unos once años, justo encima de los recordatorios de Tito Lecture). A media mañana llamará Alba para preguntar "¿salió?".

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