Alfonsín apeló al electorado extrapartidario para que se
afilie y ganar la interna partidaria en 1982-83. En la elección
general, un amplio conglomerado de votos de centro, centroderecha, centroizquierda
y peronista, sobre todo de clase media, le dio el triunfo electoral.
Cuando llegó al gobierno las mieles socialdemócratas se
imponían desde hacía unos años en Europa. Alfonsín, que no era un hombre muy
viajado ya que recién en la década del setenta había salido por primera vez del
país, si había estado de gira previamente a ser presidente. Al menos mucho más
que Néstor y Cristina Kirchner cuando llegaron en la década del 2000 al poder
(en eso hay que darles la derecha, no supieron aprovechar la convertibilidad
para conocer la Torre Eiffel).
A partir de la primera elección de medio término en 1985,
mantuvo cierta base electoral que le permitió ratificar su liderazgo, aunque
perdiendo unos diez puntos porcentuales en el camino.
Para 1987 la economía ya había hecho su faena, y en una
reñida elección, perdió la mayor parte de las gobernaciones (excepto Córdoba,
Río Negro, Capital y Tucumán, en esta última el colegio electoral le birlaría
el triunfo).
En 1989 intentó recrear la alianza electoral, basándose en
una fórmula claramente de centro derecha, vetando la fórmula Caputo-Barrios
Arrechea que los jóvenes (no tan jóvenes) de la Coordinadora quisieron
promover.
En 1991, Menem ganó sin sobresaltos la elección de primer medio
término (el mandato presidencial duraba entonces seis años), lo mismo sucedió
en 1993. Esos triunfos sucesivos le dejaban el camino allanado para imponer una
reforma constitucional al uso peronista.
Contra el sentir de la base electoral que aun le quedaba al
líder radical, contra la militancia partidaria, sobre todo la juvenil y la rama
estudiantil (que enfrentaba exitosamente al peronismo en el único segmento
donde no pudo hacer pie, la Universidad) y de la dirigencia partidaria,
Alfonsín forzó un acuerdo partidario con el Demonio.
De esa manera perdió el poco capital simbólico que le
quedaba. Al menos de cara a la sociedad. La elección de convencionales
constituyentes y la presidencial de 1995 fueron un paseo para el peronismo
unificado (en la convención convivieron mansamente Néstor y Cristina con
Eduardo Menem y tantos otros personeros menemistas). Así y todo, Alfonsín
comanejó la Convención Constituyente en tándem con Eduardo Menem, Corach y
Bauzá, como bien lo cuenta su biógrafo Oscar Muiño.
En 1997, una Alianza contra natura y contra el tiempo,
impuso la unión del radicalismo con ese engendro político intelectual que fue
el Frepaso. Alfonsín, de nuevo contra lo que pensaba y quería mucha de la
militancia partidaria, forzó esa Alianza.
La historia hizo que De la Rua llegue a presidente. Y así
como llegó, se fue. El 2001 y el 2003 encontró al radicalismo perdidoso. La
historia de 2003 pude ser diferente, pero una vez más la ya débil muñeca del
líder partidario fomentó una fórmula espantosa que ni él debe haber votado. Lo
sucedido en las elecciones internas de 2002 no tiene nada que envidiarle al
peronismo de los tempranos ochenta.
En 2007 poco podía ya hacer para que medio partido, básicamente
aquellos gobernadores e intendentes con poder, se dejen seducir por la
posibilidad de acceder a cargos nacionales. Allá fueron Cobos, Eseverry, Posse
y tantos otros. Así volvieron la mayoría de ellos. El kirchnerismo no comparte
el poder. Es exclusivo. La frase que acuñara el Perro Verbitsky para referirse
al menemismo, “Robo para la Corona”, se parafrasea en este caso como “Roba solo
la Corona”.
El radicalismo siguió perdiendo electorado, por derecha e
izquierda, pese a que algunos quisieron ver en las tristes performances de la
fórmula Lavagna-Morales en 2007, o Alfonsín (h)-González Fraga en 2011, cierta
recuperación de la base electoral.
Panebianco divide el esquema de votantes de un partido
político como si fuesen círculos concéntricos. Son cuatro: en los círculos exteriores
están los votantes (aquellos que siempre votan al partido), después vienen los afiliados
(entre los que podemos ubicar la categoría que nosotros llamamos periferia),
más cerca del centro se ubican los militantes (aquellos que sostienen la vida
partidaria todos los días) y en el centro están los dirigentes. Estos manejan
la información y los recursos del partido. Y entre estos recursos están los
incentivos que pueden repartir. Incentivos selectivos (los reciben en general
los militantes y los afiliados, este el partido en el gobierno o no), e
incentivos colectivos (las políticas públicas que beneficiaran sobre todo a la
base electoral).
El radicalismo en el gobierno (1983-1989 y 1999-2001) fue
bastante mezquino a la hora de distribuir incentivos colectivos entre su base
electoral. Más bien hicieron todo lo contrario, perjudicando la base electoral
de clase media (Ahorro forzoso, retenciones en 1988, tablita de Macchinea en
1999 y corralito en 2001). Pocos partidos son tan crueles con su base
electoral.
La dirigencia radical actual hizo una jugada coherente con
la del primer Alfonsín. Ese que en 1982 se desentendió del militante y votante
radical clásico y se decidió a conquistar una base electoral.
Perdida la base electoral, pero identificada
geográficamente, va en su búsqueda. En el camino queda la militancia. Comparativamente
con el Alfonsín de 1994, fueron moderados. En esa oportunidad el Viejo dejó en
el camino a la militancia y a la base electoral.
La jugada es riesgosa. Puede salir mal. Pero si sale bien el
radicalismo habrá recuperado parte de la base electoral, y tendrá recursos para
generar incentivo selectivos que hagan volver a la militancia. Es dable
advertir, igual, que las cosas saldrán bien si el radicalismo (o la alianza que
integre) gobierne repartiendo incentivos colectivos para contener su
tradicional base electoral.
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