sábado, 21 de febrero de 2015

Mundo Loco V: "Francisco de las Carreras, al fondo"



Llegué a casa después de ayudar a mi viejo en la parada. Era día de cobro en el hospital y ese era un día sagrado. El momento donde mi viejo podía recuperar un poco de lo que financiaba en revistas. Siempre que el prestamista oficioso (que también paraba en el kiosko) no se le adelantara, las viejas pagaban sus cuentas crecidas a fuerza de Gente, Siete Días y Radiolandia o TV Guía y los médicos se ponían con los coleccionables. Eran un par de días que se vivían bien en casa, sin malos humores o corridas para cubrir el banco.
Estaba esperando Chicho. Todos tienen un Chicho en la barra. Es ese pibe bueno, que sobrevive como puede. A veces gordo (entiendan que todavía no había Inadi para combatir los motes). Chicho había perdido a su papá hacía unos años y sobrevivía en una pieza como podía, con la pensión de la mamá y algunos trabajos domésticos que podía conseguir. Fue directo.
—Pablo tiene cuatro pasajes para San Bernardo. Yo no tengo guita para ir, uno es para él, el otro para Alejandro —cuñado de Pablo—, otro para Hernán y Fernando ya se fue de vacaciones, el mío te lo doy a vos que todavía no te fuiste. —no entendía porque, ni nunca lo entenderé, Pablo me dejaba afuera, era mi mejor amigo, el hijo de mi madrina y yo solía ser su mejor fachada a la hora que tenía que mentirle a la madre para ir a las reuniones del Partido, del PC, donde cursaba el primer módulo, pero esa es otra historia.
—Estás seguro Gordo? Mirá que si Pablo quería que vaya ya me hubiese dicho —a esta altura tenía un nudo en la garganta, emoción por un lado y por otro la angustia de que mi “amigo” me dejaba de lado.
—No te preocupes, ya hablé.
Correr a la casa de Pablo, averiguar y confirmar y salir de pedo de nuevo al kiosko para pedir permiso (y guita) a mi viejo lo hice en tiempo record. A la noche estábamos los cuatro (Alejandro, que era el mayor responsable y quien había planeado el viaje, para irse de trampa con otra mina, Pablo, hermano de la novia oficial, Hernán y yo) en un moderno coche de la Chevallier, camino a San Bernardo y a un camping “que me dijeron hay por ahí…”. Llegamos de madrugada y el camping resultó ser una toldería de medio lote que apenas vio cuatro pibes nos fleto con el consabido argumento de no hay lugar. Bajamos a la playa para planificar nuestros próximos pasos y nos paró la policía. Levantamos las manos. Hacía poco terminaba la dictadura y nosotros éramos tres menores y un mayor sin ningún lazo familiar. Nos pidieron documentos y el cana se apiadó de nosotros y nos tiró un dato: “Vayan a Mar de Ajó, Francisco de las Carreras al fondo, ahí tienen el camping municipal, es barato y grande”.
Más que grande, al lado del otro, parecía un resort! Catorce hectáreas sobre la playa de Mar de Ajo, con salida directa al mar en una zona por entonces apenas poblada. Cafetería, Anfiteatro, Canchas de tenis y vóley, almacén y teléfono público. Im-pre-sio-nan-te.
Las zonas estaban divididas, por un lado la gente mayor, es decir las familias que en carpa o casa rodante pasaban la temporada cerca del mar. Mejor equipados que cualquier otro. Y la zona para los jóvenes. Es decir, los zaparrastrosos que como nosotros íbamos de joda. Básicamente porque los jóvenes hacían bardo. Los pibes de la carpa de al lado a la nuestra cantaban antes de ir a los baños, para que se enteraran todos: “Vamos al baño, vamos a defecar!” y blandían en un palo de escoba como trofeo el rollo de papel higiénico.
El lugar era administrado por la municipalidad, en una época en que lo estatal funcionaba y era respetado justamente por eso, por funcionar. Pero tenía un defecto que a nosotros nos beneficiaba. Bajo control. Pagabas de a cuatro días (por carpa, una robusta y pesada canadiense para cuatro, y por persona). Al quinto día tenías que ir a renovar. Claro, del sector joven nadie iba. A la salida, para que no nos controlara, nos íbamos por una salida trasera que no cuidaba nadie.
Mi primer veraneo solo. Tampoco es que antes me hubiese ido mucho de vacaciones con mis viejos. Muy pocas veces, la prioridad era la parada. Pero el verano del 85 fue mi primer paseo por el “Mundo loco”. Al tercer día, el adulto responsable se quedó sin plata. Pidió un giro (los juniors busquen en la internet de que se trataba eso) y puso en peligro todo. Cuando en Buenos Aires se enteró el hermano no tuvo mejor idea que avisarle al papá de Pablo, raudos al rescate viajaron a Mar de Ajó a ver qué pasaba (no se olviden que éramos casi todos menores). La verdad que el grandote boludo estaba más preocupado por tapar la trampa que otra cosa. Pero si se había quedado sin guita. Por suerte le dejaron guita y se volvieron. En casa se enteraron al día siguiente. No se olviden que no teníamos ninguna forma de comunicación salvo un teléfono público. Por suerte zafamos y las vacaciones continuaron.
A la noche éramos la mesa de la barra en la confitería del camping. Increíble. El momento cúlmine era cuando un progretrovador desafinado cantaba esa que decía “…de tu querida presencia, comandante Che Guevara….”. Te recorría el frío por el cuerpo.
A veces nos íbamos a San Bernardo, a dedo. Ahí estaba la movida de verdad. El pendejerío a full. Yo, además, podía cruzarme con amigos de la secundaria, Laura o el Bardo que tenían casa ahí.
El verano terminó, la trampa siguió y creo que a la larga terminó en matrimonio. Yo seguí yendo al menos tres años más al camping. Ahora con Guillermo, un amigo de la secundaria que ya no iba al EE.UU. También refugiamos una vuelta a un novio de Laura. Un pesado que no sabíamos como sacarnos de encima. Fuimos operadores del cine que se pasaba en el anfiteatro. Guille hasta consiguió una novia ahí. La práctica de pagar solo cuatro días se mantenía. Pero ya no íbamos al sector joven sino al de los mayores (los lugares eran mejores). Un día una amiga me escribió una carta y la mandó (no existía el mail…). Y un cadete vino a preguntar por el destinatario… pensamos que íbamos presos, pero solo preguntaba para dejar la carta. Uf… zafamos una vez más.
Hace un año veranee en La Lucila del Mar con mi familia. Quise mostrarles el lugar donde pasaba mis veranos de adolescente. Milagrosamente seguía existiendo… aunque ahora parecía una toldería. Una inserción del conurbano al lado de la playa. Ya no estaba la confitería, ni la cancha de tenis. El anfiteatro se mantenía en pie, pero en lugar de escenario albergaba un pastizal. El camping se reducía a un par de hectáreas. No me sentí mal ni me angustié. Tal vez sentí un poco de culpa por haberme colado algunos días. Pero éramos jóvenes y eso siempre justifica todo. Lo que más me dolió fue terminar de confirmar que ese lugar se había convertido en un reflejo de un Estado que ya no volverá. Un Estado que albergaba y cobijaba a la clase media.

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