Llegué a casa después de ayudar a mi viejo en la parada. Era
día de cobro en el hospital y ese era un día sagrado. El momento donde mi viejo
podía recuperar un poco de lo que financiaba en revistas. Siempre que el
prestamista oficioso (que también paraba en el kiosko) no se le adelantara, las
viejas pagaban sus cuentas crecidas a fuerza de Gente, Siete Días y Radiolandia
o TV Guía y los médicos se ponían con los coleccionables. Eran un par de días
que se vivían bien en casa, sin malos humores o corridas para cubrir el banco.
Estaba esperando Chicho. Todos tienen un Chicho en la barra.
Es ese pibe bueno, que sobrevive como puede. A veces gordo (entiendan que
todavía no había Inadi para combatir los motes). Chicho había perdido a su papá
hacía unos años y sobrevivía en una pieza como podía, con la pensión de la mamá
y algunos trabajos domésticos que podía conseguir. Fue directo.
—Pablo
tiene cuatro pasajes para San Bernardo. Yo no tengo guita para ir, uno es para
él, el otro para Alejandro —cuñado de Pablo—, otro para Hernán y Fernando ya se
fue de vacaciones, el mío te lo doy a vos que todavía no te fuiste. —no
entendía porque, ni nunca lo entenderé, Pablo me dejaba afuera, era mi mejor
amigo, el hijo de mi madrina y yo solía ser su mejor fachada a la hora que
tenía que mentirle a la madre para ir a las reuniones del Partido, del PC,
donde cursaba el primer módulo, pero esa es otra historia.
—Estás
seguro Gordo? Mirá que si Pablo quería que vaya ya me hubiese dicho —a esta
altura tenía un nudo en la garganta, emoción por un lado y por otro la angustia
de que mi “amigo” me dejaba de lado.
—No te
preocupes, ya hablé.
Correr
a la casa de Pablo, averiguar y confirmar y salir de pedo de nuevo al kiosko
para pedir permiso (y guita) a mi viejo lo hice en tiempo record. A la noche
estábamos los cuatro (Alejandro, que era el mayor responsable y quien había
planeado el viaje, para irse de trampa con otra mina, Pablo, hermano de la
novia oficial, Hernán y yo) en un moderno coche de la Chevallier, camino a San
Bernardo y a un camping “que me dijeron hay por ahí…”. Llegamos de madrugada y
el camping resultó ser una toldería de medio lote que apenas vio cuatro pibes
nos fleto con el consabido argumento de no hay lugar. Bajamos a la playa para
planificar nuestros próximos pasos y nos paró la policía. Levantamos las manos.
Hacía poco terminaba la dictadura y nosotros éramos tres menores y un mayor sin
ningún lazo familiar. Nos pidieron documentos y el cana se apiadó de nosotros y
nos tiró un dato: “Vayan a Mar de Ajó, Francisco de las Carreras al fondo, ahí
tienen el camping municipal, es barato y grande”.
Más
que grande, al lado del otro, parecía un resort! Catorce hectáreas sobre la
playa de Mar de Ajo, con salida directa al mar en una zona por entonces apenas
poblada. Cafetería, Anfiteatro, Canchas de tenis y vóley, almacén y teléfono
público. Im-pre-sio-nan-te.
Las
zonas estaban divididas, por un lado la gente mayor, es decir las familias que
en carpa o casa rodante pasaban la temporada cerca del mar. Mejor equipados que
cualquier otro. Y la zona para los jóvenes. Es decir, los zaparrastrosos que
como nosotros íbamos de joda. Básicamente porque los jóvenes hacían bardo. Los
pibes de la carpa de al lado a la nuestra cantaban antes de ir a los baños,
para que se enteraran todos: “Vamos al baño, vamos a defecar!” y blandían en un
palo de escoba como trofeo el rollo de papel higiénico.
El
lugar era administrado por la municipalidad, en una época en que lo estatal
funcionaba y era respetado justamente por eso, por funcionar. Pero tenía un
defecto que a nosotros nos beneficiaba. Bajo control. Pagabas de a cuatro días
(por carpa, una robusta y pesada canadiense para cuatro, y por persona). Al
quinto día tenías que ir a renovar. Claro, del sector joven nadie iba. A la
salida, para que no nos controlara, nos íbamos por una salida trasera que no
cuidaba nadie.
Mi
primer veraneo solo. Tampoco es que antes me hubiese ido mucho de vacaciones
con mis viejos. Muy pocas veces, la prioridad era la parada. Pero el verano del
85 fue mi primer paseo por el “Mundo loco”. Al tercer día, el adulto
responsable se quedó sin plata. Pidió un giro (los juniors busquen en la internet
de que se trataba eso) y puso en peligro todo. Cuando en Buenos Aires se enteró
el hermano no tuvo mejor idea que avisarle al papá de Pablo, raudos al rescate
viajaron a Mar de Ajó a ver qué pasaba (no se olviden que éramos casi todos menores).
La verdad que el grandote boludo estaba más preocupado por tapar la trampa que
otra cosa. Pero si se había quedado sin guita. Por suerte le dejaron guita y se
volvieron. En casa se enteraron al día siguiente. No se olviden que no teníamos
ninguna forma de comunicación salvo un teléfono público. Por suerte zafamos y
las vacaciones continuaron.
A la
noche éramos la mesa de la barra en la confitería del camping. Increíble. El
momento cúlmine era cuando un progretrovador desafinado cantaba esa que decía “…de
tu querida presencia, comandante Che Guevara….”. Te recorría el frío por el
cuerpo.
A
veces nos íbamos a San Bernardo, a dedo. Ahí estaba la movida de verdad. El
pendejerío a full. Yo, además, podía cruzarme con amigos de la secundaria,
Laura o el Bardo que tenían casa ahí.
El
verano terminó, la trampa siguió y creo que a la larga terminó en matrimonio.
Yo seguí yendo al menos tres años más al camping. Ahora con Guillermo, un amigo
de la secundaria que ya no iba al EE.UU. También refugiamos una vuelta a un
novio de Laura. Un pesado que no sabíamos como sacarnos de encima. Fuimos
operadores del cine que se pasaba en el anfiteatro. Guille hasta consiguió una
novia ahí. La práctica de pagar solo cuatro días se mantenía. Pero ya no íbamos
al sector joven sino al de los mayores (los lugares eran mejores). Un día una
amiga me escribió una carta y la mandó (no existía el mail…). Y un cadete vino
a preguntar por el destinatario… pensamos que íbamos presos, pero solo
preguntaba para dejar la carta. Uf… zafamos una vez más.
Hace
un año veranee en La Lucila del Mar con mi familia. Quise mostrarles el lugar
donde pasaba mis veranos de adolescente. Milagrosamente seguía existiendo…
aunque ahora parecía una toldería. Una inserción del conurbano al lado de la
playa. Ya no estaba la confitería, ni la cancha de tenis. El anfiteatro se
mantenía en pie, pero en lugar de escenario albergaba un pastizal. El camping
se reducía a un par de hectáreas. No me sentí mal ni me angustié. Tal vez sentí
un poco de culpa por haberme colado algunos días. Pero éramos jóvenes y eso
siempre justifica todo. Lo que más me dolió fue terminar de confirmar que ese
lugar se había convertido en un reflejo de un Estado que ya no volverá. Un
Estado que albergaba y cobijaba a la clase media.