No soy pelado. Solo que salgo mal en las fotos. Sobre todo
cuando las toman de atrás con esas máquinas modernas que vienen ahora con los
teléfonos. Esas mismas que seguramente mi madre piensa que te quitan el alma.
No soy pelado. Hace un par de años, esperando en la puerta
de acceso al Jardín con Felipe, me agaché para acomodarle el delantal y una
mocosa insolente me preguntó si yo “era el abuelo de Felipe”. Mi mirada le
respondió. La madre de la pequeña quería matarla.
No soy pelado. Hace tres años, en clase, mientras daba
Transiciones a la Democracia, mis ejemplos corrían a la década del ochenta y,
claro, comenté que la había vivido, e hice una referencia a mi edad (por
entonces 44 años). De reojo vi como dos alumnas cuchicheaban y las miré inquisidor.
Una se animó a comentar: “Ah, pensamos que era más grande, porque vio…”, e hizo
un gesto con la mano sobre la cabeza, como diciendo que era pelado.
Justo de los ochenta viene a cuento esta historia de un
peine.
Por entonces, si un feriado caía en día de semana el acto se
hacía igual ese día. Y había que ir al Colegio como cualquier otro. La
penalidad, doble falta pasada por el preceptor si te hacías el sota y te
quedabas durmiendo en tu casa. A las quince faltas, tu vieja tenía que ir a
firmar al Colegio y a las veinticinco quedabas libre y era obligatorio dar
todas las materias en diciembre o marzo. Una doble falta podía ser letal,
teniendo en cuenta que si llegabas tarde o faltabas a gimnasia a contra turno,
se te iban sumando faltas de a mitades. La diferencia con la actualidad es que
el sistema se aplicaba sin ningún tipo de acomodo.
Esa mañana nos tocó un día de semana ir a un acto por el 25
de mayo. Era de los actos importantes. Uniformados con el blaizer azul, la
camisa celeste, la corbata también azul y el pantalón gris, el pelo cortado al ras
de la nuca. Corría aun el año 1982. Y el acto era más importante porque promediaba
todavía la Guerra de Malvinas.
Digamos que el acto no tuvo sobresaltos (realmente no lo
recuerdo). Pero eso de ir igual al Colegio traía alguna ventaja. A la salida,
los de primero hacíamos nuestras primeras armas en eso de movernos solos.
Dijimos de ir a tomar un café a la peatonal. No era que tuviésemos una gran
mesada que nuestros padres, exponentes de una clase media baja con pretensiones
educativas para sus hijos, nos dieran. Si queríamos cafetear (como dicen ahora
en twitter) había que juntar las monedas de a una. En mi caso, pagando una
sección menos el boleto de colectivo al irme caminando hasta la Plaza San
Martín del homónimo partido. Nos sobraban unos mangos para compartir cuatro
cafés con leche con medialunas. Estábamos el Pollo, seguro, y creo que Sergio y
Sebastián (si leen podrán confirmar).
Al llegar, el Pollo se encaprichó, había descubierto que no llevaba
su peine. Rémora de épocas de gomina marca Glostora, era para algunos varones
un elemento importante en la carterita del caballero o la cartera de la dama.
No era mi caso. Siempre fui medio raro con el pelo. De hecho, si leyeron el
blog, la entrada “El pionero”, saben de qué les hablo. Pero para el Pollo era importante.
A tal punto que quería sacrificar parte de las monedas por un peine comprado a
algún ambulante que estuviera en la peatonal Belgrano, convirtiendo, como un
emulo anticipatorio de Prat Gay, medialunas por dicho elemento. Creo que lo
sacamos cagando.
Poco después llegó la transición y lo importante ya no era
tener el pelo prolijo sino largo. Muy largo. El Pollo fue de los primeros en
dejarlo largo. Otros amigos comenzaron a usar, además del inefable peine,
productos para el cabello. Y más de uno, colita. Competíamos para ver quién era
el último en ir a la peluquería a dejar nuestras rebeldes cabelleras.
Pero cada vez que se acerca el inicio de clases
y los actos escolares por algún motivo recuerdo esa historia del peine. Nunca
lo usé, entonces porque no podía con mi remolino rebelde y ahora, porque con
pelo corto, casi al ras, no hace falta.
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