viernes, 19 de febrero de 2016

El Nombre de la Rosa

En 2011, gracias a la generosidad de Juan Manuel Romero y Rodrigo Andrade, realicé una columna para hablar de libro en un programa que se emitía por las mañanas en la Radio de la Universidad de Buenos Aires.
La primera de las apariciones que hice en mi "retorno" a ese medio (mis primeras y únicas aparciones fueron en una radio por cable en la localidad de San Martín en el año 1986 durante un par de meses los sabados por la mañana) fue sobre una reedición que estaba pensando Umberto Eco sobre su clásico, El Nombre de la Rosa. Si, todos vimos la película, pero casi "nadie leimos" el libro.
Aquí transcribo el borrador de la columna de ese día.


Esta columna está pensada para descubrir y charlar sobre las novedades editoriales y del mundo editorial en nuestro idioma.

Todas las semanas nos encontraremos en “Un día en la UBA” para disfrutar del mundo de los libros.

En algunos encuentros presentaremos novedades editoriales y en otros,  información sobre la industria editorial.

No podíamos empezar de otro modo que no sea con la noticia editorial de los últimos meses. La reescritura de un clásico de la literatura moderna: “El Nombre de la rosa”. El thriller medieval escrito por Umberto Eco, que cuenta la investigación cuasi policial que hace el franciscano Guillermo de Baskerville en un monasterio de la edad media, es sin duda uno de los libros más conocidos de la segunda mitad del siglo XX.

Vale la pena aclarar, sin temor a equivocarnos, que su popularidad se debe en gran parte a la película que a finales de la década del 80 fuese protagonizada por Sean Connery (y que le permitiera al actor despegarse definitivamente de su personaje de James Bond), dirigido por Jean Jacques Annaud. Era lugar común por esos años la frase “El libro me gustó mucho más que la película”, en algunos casos comentario sincero y en otros profundamente snob de personas que jamás se habían acercado a dicho texto. Y aquí vale aclarar que me caben las generales de la ley. No leí por entonces el libro y la película me convenció a medias.

Mis caminos de lectura fueron esquivando a Eco, tanto al novelista como al ensayista. Sin embargo es necesario reconocer que es uno de los referentes fundamentales del siglo XX en ambas categorías. Incluso a nivel educativo. Nuestros alumnos de la UBA, sobre todo aquellos que deben presentar tesis de graduación a nivel de grado o de postgrado, han tomado como referencia un texto pedagógico fundamental que es “Como hacer una tesis”.
Lo que nos interesa destacar hoy es la discusión sobre la potestad del autor a reescribir su novela. En los últimos días encontré opiniones fundamentalistas sobre la cuestión. Muchos editores e intelectuales se han opuesto a la movida de Eco, reduciéndola a una mera estrategia de marketing. La respuesta de Eco no se hizo esperar: "Si alguien escribe un libro y no se interesa en la supervivencia de ese libro es un imbécil".
Eco, y cualquier escritor tienen el derecho de reescribir su obra. Más allá de si su intencionalidad sea vender más ejemplares (sin duda lo es), el escritor es dueño de su obra. ¿Acaso en el género ensayo no es habitual encontrarnos con fajas o avisos en tapa que hablan de edición definitiva? (cuando muchas veces sabemos que en unos años nos encontraremos con una nueva “edición definitiva” para el mismo título).
No pretendemos hacer hincapié hoy en el marketing editorial que sin duda será tema de una próxima columna. Pero si quiero celebrar esta decisión de parte de Eco, más allá de si fue a propuesta de su casa editora o de su propia intencionalidad.
Eco puede situarse por arriba de estas discusiones. Y ofrecer un nuevo producto a una nueva generación de lectores (que pueden estar acostumbrados a leer largas novelas, desde las de Harry Potter hasta las de Ken Follet o de Wilbur Smith), pero que también prefieren textos más llanos y directos a la hora de encontrarse con la lectura. Lectores que poco a poco cambiaran el formato de lectura y pasarán a hacerlo en una pantalla.
Seamos un tanto indulgentes, así como celebramos la genialidad de Alfred Hitchock para plagiarse a si mismo para entrar al mercado americano con sus películas, o le permitimos a Riddley Scott estrenar el corte del director de Blade Runner, que convirtiera una película maravillosa en un bodrio inentendible, pensemos que alguna vez los editores también pueden tener una mirada profesional del mercado del libro y detectar el gusto aggiornado de los nuevos lectores. Para ello, bienvenida entonces la nueva edición de “El nombre de la Rosa”, y del reconocimiento que hace un autor de su público: "Si alguien escribe un libro y no se interesa en la supervivencia de ese libro es un imbécil".

viernes, 12 de febrero de 2016

El Peine



No soy pelado. Solo que salgo mal en las fotos. Sobre todo cuando las toman de atrás con esas máquinas modernas que vienen ahora con los teléfonos. Esas mismas que seguramente mi madre piensa que te quitan el alma.
No soy pelado. Hace un par de años, esperando en la puerta de acceso al Jardín con Felipe, me agaché para acomodarle el delantal y una mocosa insolente me preguntó si yo “era el abuelo de Felipe”. Mi mirada le respondió. La madre de la pequeña quería matarla.
No soy pelado. Hace tres años, en clase, mientras daba Transiciones a la Democracia, mis ejemplos corrían a la década del ochenta y, claro, comenté que la había vivido, e hice una referencia a mi edad (por entonces 44 años). De reojo vi como dos alumnas cuchicheaban y las miré inquisidor. Una se animó a comentar: “Ah, pensamos que era más grande, porque vio…”, e hizo un gesto con la mano sobre la cabeza, como diciendo que era pelado.
Justo de los ochenta viene a cuento esta historia de un peine.
Por entonces, si un feriado caía en día de semana el acto se hacía igual ese día. Y había que ir al Colegio como cualquier otro. La penalidad, doble falta pasada por el preceptor si te hacías el sota y te quedabas durmiendo en tu casa. A las quince faltas, tu vieja tenía que ir a firmar al Colegio y a las veinticinco quedabas libre y era obligatorio dar todas las materias en diciembre o marzo. Una doble falta podía ser letal, teniendo en cuenta que si llegabas tarde o faltabas a gimnasia a contra turno, se te iban sumando faltas de a mitades. La diferencia con la actualidad es que el sistema se aplicaba sin ningún tipo de acomodo.
Esa mañana nos tocó un día de semana ir a un acto por el 25 de mayo. Era de los actos importantes. Uniformados con el blaizer azul, la camisa celeste, la corbata también azul y el pantalón gris, el pelo cortado al ras de la nuca. Corría aun el año 1982. Y el acto era más importante porque promediaba todavía la Guerra de Malvinas.
Digamos que el acto no tuvo sobresaltos (realmente no lo recuerdo). Pero eso de ir igual al Colegio traía alguna ventaja. A la salida, los de primero hacíamos nuestras primeras armas en eso de movernos solos. Dijimos de ir a tomar un café a la peatonal. No era que tuviésemos una gran mesada que nuestros padres, exponentes de una clase media baja con pretensiones educativas para sus hijos, nos dieran. Si queríamos cafetear (como dicen ahora en twitter) había que juntar las monedas de a una. En mi caso, pagando una sección menos el boleto de colectivo al irme caminando hasta la Plaza San Martín del homónimo partido. Nos sobraban unos mangos para compartir cuatro cafés con leche con medialunas. Estábamos el Pollo, seguro, y creo que Sergio y Sebastián (si leen podrán confirmar).
Al llegar, el Pollo se encaprichó, había descubierto que no llevaba su peine. Rémora de épocas de gomina marca Glostora, era para algunos varones un elemento importante en la carterita del caballero o la cartera de la dama. No era mi caso. Siempre fui medio raro con el pelo. De hecho, si leyeron el blog, la entrada “El pionero”, saben de qué les hablo. Pero para el Pollo era importante. A tal punto que quería sacrificar parte de las monedas por un peine comprado a algún ambulante que estuviera en la peatonal Belgrano, convirtiendo, como un emulo anticipatorio de Prat Gay, medialunas por dicho elemento. Creo que lo sacamos cagando.
Poco después llegó la transición y lo importante ya no era tener el pelo prolijo sino largo. Muy largo. El Pollo fue de los primeros en dejarlo largo. Otros amigos comenzaron a usar, además del inefable peine, productos para el cabello. Y más de uno, colita. Competíamos para ver quién era el último en ir a la peluquería a dejar nuestras rebeldes cabelleras.
Pero cada vez que se acerca el inicio de clases y los actos escolares por algún motivo recuerdo esa historia del peine. Nunca lo usé, entonces porque no podía con mi remolino rebelde y ahora, porque con pelo corto, casi al ras, no hace falta.