sábado, 26 de septiembre de 2015

El pionero



“Tengo mucho moco má, me das un pañuelo”
“Para qué?, si te vas a jugar a la agronomía, llévate trapos del taller de la abuela, úsalos y tiralos”
En mi infancia, usar trapos para pelearle a la sinusitis crónica que todavía hoy me persigue, era lo normal.

“Má, me avisaron en el cole que si mañana no llevo el pelo corto no entro”
“No tengo tiempo, andate a lo de Hilario y que te recorte un poco”
“Pero má, es una peluquería de mujer”
“No importa, nadie se va a dar cuenta”
Ir a la peluquería de Hilario (uno de los primeros transformistas que se animó en Argentina), cortarse y contárselo a tus dos mejores amigos del colegio (Diego y Fernando, si están leyendo esto, no saben el trauma que generaron) y que estos se lo cuenten a las nenas más lindas del grado no fue una buena decisión. Corrían los setenta y yo cursaba el quinto grado de la escuela primaria.

“Tía, esta remera es roja, es de mina”
“Ponetela igual, nadie se va a dar cuenta”
“Pero abrocha al revés”
“Nah, ni ahí, usala, la que trajiste está sucia”
Quedarse a dormir en lo de tu abuela, siendo adolescente y no tener ropa para ir a trabajar al día siguiente y que tu tía tuviese una boutique femenina, no era cool en los ochenta.

Hoy diría que fui un pionero. En el uso de Carilinas (en los setenta lo descartable estaba solo permitido para millonarios). En los servicios de la peluquería unisex (solo en la manzana de mi casa, en Palermo, hay unas seis peluquerías… unisex). Y en imponer modas andróginas.
Pero todo eso me genero traumas que me perduran. O lo hicieron hasta hace unos días.
Me levanté temprano, llevé al jardín a Felipe y volviendo decidí tirar el viejo paraguas negro. Ya no aguantaba ni otra llovizna. Me crucé a Farmacity. Compré uno re masculino. Volví a casa. Tomé un par de mates con Paula y salí a la reunión más importante del año protegido por mi nueva adquisición. Subí al subte. Me acomodé y ahí lo vi. Violeta, con puntitas blancas y volados. Había agarrado el de Paula. Bajé del subte y no lo tiré en el primer cesto que me encontré. Crecí. Me di de alta sin nunca haber hecho psicoanálisis. Definitivamente, en mi infancia fui un pionero.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Una noche en los noventa



“¿Salimos el viernes?”, preguntó él/ella.
“Tas loco/a… hay escrutinio en Derecho”, respondió él/ella.
“¿Y el sábado?”
“Tampoco, se escruta el consejo de veterinaria, si ganamos ahí nos aseguramos la FUBA…”.
Para él/ella que no militaba, era muy chino todo esto. Sonaba a excusa y la relación iba francamente al fracaso. Seguro que de esas parejas no salieron hijos.
Los noventa pasaron. Muchos pensaron que como “contra Franco, contra Menem estábamos mejor”… Pasó la Alianza y pasó el “Padrino”. Más de uno creyó que los principios reformistas se consagraban con ese desprolijo que viene del Sur. Y claudicó. Otros que el sello “ya no sumaba” o era “yeta”.
Pero como en la pequeña aldea gala que resiste al imperio romano gracias a una poción mágica, un grupo de pibes que en los noventa no habían nacido y que en el 2002 estaban en salita de tres, tomó la posta y fue pasando el nombre de generación en generación.
Puede que lo hayan discutido. Hubiese estado bueno presenciar esa discusión. Entender por qué, pese a que iban a perder mil elecciones, decidieron seguir bancando la sigla, la mesa, el número de lista y la bandera.
Debe haber sido duro patear los pasillos en 2003. Y en 2004, en 2005 y así. Debe haber sido difícil en 2011. Y en 2015. Cuando incluso se pusieron firmes contra la decisión de la convención (decisión con la que, aclaro, estoy de acuerdo).
(Entré a militar en el año 87, apenas empezaba a cursar la carrera de Ciencia Política, en medio de una huelga docente y un par de semanas antes de la derrota legislativa de ese año. Dos meses después se perdía derecho por primera vez. Yo me anoté en esa facultad solo para votar, ya que las materias del CBC eran las mismas. Lo hice durante algunos años y llegué a cursar un par de materias que incluso me sirvieron para recibirme de la mía).
Los de entonces ya no son/somos los mismos. Están/estamos gordos, pelados y los que no, pintan canas o son una combinación de todo eso. Particularmente no conozco a ninguno de los de ahora. Algún que otro apellido familiar, por tradición partidaria o por herencia generacional. Pero sin conocerlos, estos pibes que veo hoy en los Vine que suben a Facebook, me hicieron emocionar.
Porque como cuenta Ricardo Laferriere: “…en los días finales de mi función como Embajador en España, un grupo de graduados argentinos residentes en Madrid me organizan una reunión de despedida. La Argentina vivía las dramáticas turbulencias de diciembre del 2001. Allí me encuentro con un catedrático español que me comenta su admiración por nuestro país. Extrañado —porque lo usual en esos días no eran precisamente halagos— le pregunto la razón. “Es sencillo —me dice— vengo de un viaje al norte de tu país, que recorrí en automóvil alquilado para conocer la Argentina real, no la preparada para turistas. En una solitaria ruta sin pavimentar de Jujuy, rumbo a un lugar alejado en la montaña, veo a un coya con su atadito al hombro, pobre de solemnidad, haciendo auto-stop. Me ofrezco a llevarlo, y me cuenta que volvía a su ranchada, a 40 kms en la montaña, donde no llegan los ómnibus. Había venido hasta Salta, ciudad que conoció en ese viaje, para asistir al acto de graduación de su hija, recién recibida de Ingeniera Industrial, en la Universidad Nacional de Salta. Y eso, mi querido Embajador, en Europa no se consigue”. “Eso” —pensé entonces— es por la Franja, y por generaciones de reformistas que, con sus idas y vueltas, aciertos y errores, no cejaron nunca en su lucha por “una Universidad Nacional abierta al pueblo, y a su servicio”.
Gracias chicos, hoy a muchos que seguimos anoche el escrutinio por twitter, nos hicieron un poquito más felices.