sábado, 7 de noviembre de 2015

La casa de Pedro Morán 2378



Era sábado y estaba en el supermercado, en una de mis típicas y épicas peleas con algún cajero. Recuerdo bien el por qué. El locker me había comido la moneda. Reitero. Estaba en el súper cuando recibí la llamada. Atendí sabiendo que nada bueno podía ser. Del otro lado del teléfono, Claudia: “Lopre, murió Pablo”, largó sin más, con algún quiebre. No entendí nada y entendí todo. Volver a casa corriendo. Encerrar a Paula en la pieza para contarle sin que Carla, todavía chica, escuchara. Llamar a Roy, Silvio y Sebastián (por entonces inseparables) y a mi vieja. Y subir al bondi.
Fue la última vez que entré a la casa de Pedro Morán 2378.
Corría 1982. En algún patio de la Escuela nos habían presentado. Éramos de distintas divisiones. Creo que la relación era a través de Silvio, que conocía a Fabián de primero sexta y trajo al grupo a Pablo. No lo tengo tan claro como con Sergio, que un día subió al 87 y vino directo al fondo a presentarse: “Soy Sergio, nos conocemos de la Escuela”. Si Pablo estaba en el bondi ese día ya había subido. El en Pedro Morán y Zamudio. Yo en Victorica y Los Incas. En Andonaegui, Francisco (un año mayor que nosotros).
Compartíamos patio y horas de gimnasia. Pero sobre todo, compartíamos largos viajes en el 87. Cuando todavía desde la Capital algunos elegíamos estudiar en la provincia (ya conté que mi colegio secundario era realmente muy bueno, indirectamente beneficiado durante la dictadura por una gran Directora que se comió mil aprietes de un lado y otro y refugió grandes profesores que no tenían lugar en la Universidad). Grandes amistades (efimeras también) se forjaron entonces en esos viajes.
Desde arriba del bondi me divertía ver si Pablo subía. Podía llegar primero a la parada (vivía justo enfrente), pero al rato caían las pibas de una escuela de monjas que lo corrían y empujaban para subir primeras. Cuando le tocaba el turno, ya no había espacio. Pero empujando llegaba al fondo donde terminaba viajando parado.
Nos hicimos amigos. Diferentes. Él era de San Lorenzo, yo de River. Él era hijo de tanos, yo también. Él era de Devoto, yo de Parque Chas. Él era buen deportista. Yo quedaba en el grupo que el profe de gimnasia ponía al costado de la cancha de vóley para alcanzar la pelota.
Siempre me fascinó su casa. Moderna. Diseñada, seguro, por un arquitecto discípulo de Le Corbusier. Habitaciones grandes. Un sector para mirar televisión, que se potenció cuando incorporó tempranamente la videocasetera. Los losers pasamos nuestra adolescencia en ese ámbito. Guillermo (otro personaje) traía las bolsas con películas de su videoclub. Un piano y una biblioteca a la que aun le debo algún libro.
En segundo ya compartíamos división. Fuimos hermanos. Un poco por cercanía. Por vivir cerca. Por ser losers. Porque no nos daban bola las chicas. Porque ir al cine nos gustaba más que ir a bailar. Los sábados el plan era claro de antemano: Un estreno en el Atlas Lavalle, un chivito canadiense en Di Pappo. Con postre de frutillas con crema. Ese día se sumaba Guille, que como había repetido, ya iba a otro colegio. El menú podía variar y caíamos en Las Cuartetas. Doble ración de muzzarella en ese caso.

En quinto Pablo se enfermó. Una peritonitis se convirtió en septicemia. Fue un mes internado en la Sagrada Familia (de grande Pablo hizo guardias ahí). Administraba las visitas del colegio. De repente, sin haber sido nunca popular, se había convertido en el tipo más famoso de una división de sesenta. Imaginen un curso donde hay sesenta adolescentes. Los rumores sobre su salud un día lo dieron por muerto. Me paré y hablé. Un pelotudo (con el que nunca tuve casi relación) pensó que iba a hablar del centro de estudiantes (parecía mi monotema). Lo paré en seco y hablé. Conté lo que pasaba. Que la peleaba. Que necesitaba afecto. Empezaron a escribirle cartas. Por prescripción médica había que filtrarlas. Me arrogué, cual Paulino Tato, el rol de Censor (me divertía, confieso, y leí todas sus cartas, perdón chicos si están leyendo ahora, igual todo lo que escribieron, prescribió).
Ese año festejé mis 18 en la clínica. Guardo una tarjeta que escribió Laly para el regalo que me hicieron con el resto de la banda. Habla de volver pronto a estar todos juntos.
Un día salió de la clínica. Un día volvió al cole. Las heridas, esas, sanaron pronto. Sin querer ya habíamos terminado el colegio. Seguimos siendo amigos. Administrando el tiempo. Medicina le costó (sobre todo el CBC) y se sumaron otros amigos para siempre. Yo empecé a militar. Casualidades de la vida, tuvimos novia por primera vez más o menos en la misma época. Por fin nos habían dado bola.
Los domingos nos juntábamos en casa, con Guillermo, mi viejo y un amigo de mi papá. Mientras comíamos la pizza que hacía Alba, mirábamos el ping pong de Soldán y después los goles que eran secuestrados (ya por entonces) y se liberaban a partir de las diez de la noche.
Cuando se enfermó mi viejo, dos personas estuvieron todo el tiempo, Guillermo y Pablo. La terapia era rara, abierta, podías entrar a ver a tu enfermo cuando se te antojara. Solo faltaba Patch Adams. Pablo entró y comenzó a revisarlo, a ver si reaccionaba. Lo miré como diciendo “ya está, no sale, déjalo descansar”. El domingo a la mañana no llegó a Chacarita. “Lo mato”, tiró Oscar. Se había quedado dormido. Al mediodía tocó el timbre, culposo. “Dejate de joder”, le dije, “pasá que estamos por comer unas milanesas”.
De a poco nos fuimos alejando. Vino a mi primer casamiento. Pero no supo que me separé. Ni tampoco que conocí a la mejor, a Paula, en el 2002, cuando todos estábamos en la lona. Y que volví a casarme en 2004. Que había nacido Carla. No supe yo que él ya tenía cuatro hijas. Ni que había dejado de ser de San Lorenzo para amar a su Argentinos Juniors que le dio un trabajo al que se entregaba cien por ciento. Después supe de su generosidad, cuando internaba a los pibes de la pensión del club que no tenían familia en Buenos Aires en la casa de Pedro Morán, para cuidarlos después de alguna operación. De su intento de revivir a PimPon Caramelo con respiración boca a boca (era un conejo). Ya fumaba. Mucho. Se enteró que yo tenía una hija cuando nos reencontramos. Creo que fue 2006. Fueron pocos años antes de esa mañana. Nos veíamos seguido. Hacíamos asados en Pedro Morán.
La última vez que lo vi, fue cuando cumplí cuarenta. Me regaló un par de botellas de champan. Guardo la caja. Supuestamente era una promo que venía con balde. Se enojó porque no se lo habían dado. Era cabrón. La noche anterior hablamos por teléfono. Creo que de una orden para hacer kinesio que me había dado. Seguro dijimos de vernos. No pudimos.
No logro fijar que día exacto fue, si el 7 o el 8 de noviembre. A la tarde siguiente le escribí a Lali. Todavía ella y Faby no se habían sumado a nuestras reuniones. Creo que lloramos los tres mientras hablamos. Pablo nos juntó de nuevo. Al poco tiempo éramos todos. Nos reunimos una noche como cuando volvíamos a la escuela después de las vacaciones.
La casa de Pedro Morán ya no existe. Hoy son unos simpáticos dúplex que veo desde el 87 cuando a veces voy a reuniones en la escuela. Sé que sus hijas están bien. Las veo en Facebook (esa herramienta que estoy seguro Pablo no hubiese usado nunca). Son familia y Noelia las cuida. Ya están grandes. Me pone contento que estén bien. Que crecen. Que tienen sueños y son rebeldes. Que escuchan una música que nosotros ni en pedo escucharíamos. Tienen nuestra edad de entonces. Pablo ya es abuelo. Me hubiese divertido mucho verlo en ese rol.
Hace unos años, en una de nuestros encuentros, Sonia me preguntó “Lopre, Pablo era buen médico”. No sé si hay un ranking de buenos médicos. Estoy seguro que el Nobel de medicina no lo hubiese ganado. No fue mi médico tampoco, solo le leía los estudios que me hacía por teléfono y me respondía siempre “dejate de joder Lopre, no te vas a morir mañana”. Creo que respondí eso, que no sabía. Pero que si había sido un médico bueno.

sábado, 24 de octubre de 2015

Fin de fiesta



Todas las familias tienen sus historias. Se cuentan de boca en boca, tergiversadas por los años. Trascienden generaciones y van malformando su génesis. Las hay divertidas, las hay tristes y las hay juzgables. Cuenta la leyenda familiar que los suegros de mi padrino ganaron la Grande de Navidad una vez. Cuanta la leyenda que mi padrino, sabiendo que alquilaban una vieja casa chorizo en la zona de Urquiza y, que como venía la mano alquilarían el resto de su vida, empezó a buscar casa para que compren y se muden. En tanto el tano iniciaba su noble gesta, sus familiares políticos iban gastando la plata. Que juegos para los chicos, que alguna comilona, que algún regalo a los vecinos “de siempre”. Cuanta la historia que al poco tiempo ya eran pobres de nuevo… y sin techo propio. De nada valieron los esfuerzos de mi padrino subido a su motoneta recorriendo posibles moradas.
El 27 de abril a la noche, mientras llegaban los rápidos resultados de la elección más rara que tuvimos desde el regreso a la democracia en1983, lo tuve claro. Serían años peores a los de Menem. A los pocos días, cuando la lista de invitados a la asunción del mando de un presidente que no había salido nunca del país incluyó líderes de dudosa calidad democrática como el viejo dinosaurio cubano o el del venezolano que encabezó un golpe de Estado en Venezuela, terminé de convencerme. “Son peores que Menem” le dije a mi mujer.
Tal vez en mi afirmación había influido un por entonces reciente viaje a Calafate, en 2001, su ya “lugar en el mundo”. Aclaremos el por qué. Suelo sentirme maltratado cuando hago turismo en Argentina. Los servicios son en general mediocres y caros. En ese contexto nunca me sentí más maltratado que en ese viaje a Calafate. Pero en ese viaje, además, pernoctando en una estancia ovejera en medio de la hermosa Patagonia, escuche por primera vez hablar de los “fondos de Santa Cruz”. Todavía gobernaba la Alianza.
Pronto descubrí que era lo que me caía tan mal de la pareja presidencial. El “parecer”, es decir eso de mostrarse como No son (o eran, en el caso de Kirchner). No dejás de ser millonario porque usas una Bic para firmar decretos. En ese caso sos amarrete. Y si simulás humildad para, en paralelo, con información privilegiada, continuar haciéndote millonario, además sos corrupto.
En tanto comenzaron a circular los rumores con el tema de la 1050. Para los jóvenes, antes de googlear, la 1050 fue una circular del gobierno militar que indexaba los créditos hipotecarios de manera tal que nunca terminabas de pagarlos a la vez que tu propiedad perdía valor frente a la deuda. Si vendías tu casa no alcanzaba para pagar el crédito que habías adquirido. Algo parecido a las “hipotecas tóxicas” que se llevaron puesto tres décadas después al gobierno de Bush. Para el gen de los Kirchner era un escenario precioso. Abogados de los acreedores en el sur, negociaban con el pobre desdichado presto a ser rematado y por unos pocos mangos se quedaban con sus propiedades. Así forjaron su exitosa profesionalidad.
Nunca me gustaron los usureros. En la parada de diarios de mi papá, esperaba siempre el del Hospital, a los empleados que había cobrado momentos antes su salario y los interceptaba para que no se escapen.
A poco de andar, aparecieron los primeros arribistas. Si en la secundaria eras el preceptor que en los ochenta ponías amonestaciones al que leía Humor, hoy te ponías a bancar el proyecto. Si en los ochenta repartías volantes con viñetas contra el aborto, hoy bancabas al proyecto. Si en 1987 te quedaste en casa festejando semana santa porque “la familia” es lo primero, hoy bancabas el proyecto. Si en diciembre del 88 cuando realmente parecía que todo se derrumbaba, preparabas el vittel tone y ni mirabas la televisión, hoy bancabas el proyecto. Si en el 83 votaste a Luder porque, entre otras cosas, te parecía bien la autoamnistía militar, hoy bancabas el proyecto. Llegaron los noventa y te pasaste la década viajando por el mundo. Conociste Nueva York y Londres. Fuiste al pueblo de tus abuelos en España o Italia y te ibas de vacaciones a Grecia porque era más barato que Mar de Ajo. No te importaron los indultos porque había que cerrar la puerta a la memoria. Estuviste a tiro y cobraste alguna de las tantas indemnizaciones que inventó el turco. Lo votaste dos veces. No una. Dos. Vos que habías ido a las dos ferifiestas y tirado bolas contra la figura de Reagan en papel maché, lo votaste dos veces al turco. Claro, la guerra fría había terminado. En las intermedias, para descontaminarte un poco, lo votabas a Chacho. Eso te hacía sentir mejor. Pero ahora llegaba el turno de tu propia autoamnistía. Llegaban los pingüinos. Y hacías borrón y cuenta nueva. Así como no existía el pasado para ellos, tampoco para vos. Y que más lindo que vivir sin pasado. Sobre todo cuando tu mayor acto de resistencia fue ir a ver “Tango feroz” a un cine del centro. Ah. La adolescencia tardía. Todos queremos volver a ser adolescentes. Y el kirchnerismo nos ofrecía un De Lorean al pasado en bandeja. Ahora te emocionabas cuando aparecía un nuevo nieto. Cuando antes no sabías ni que existían las abuelas. Ahora despotricabas contra el Imperio de Obama. Cuando antes ni sabías que en plena primavera democrática un señor de bigotes guardo el discurso que tenía preparado y le cantó las cuarenta a Reagan en los jardines de la Casa Blanca. Ahora te emocionabas porque “bajando un cuadro creaste miles”, mientras en los noventa dejabas de mandar a tus hijos a la escuela pública porque “los paros, viste…”.
Si me preguntan por qué me irritaron tanto estos años no se si tengo una razón específica. Es un poco de todo eso. Tal vez me moleste que en los ochenta dejé pasar parte de mi adolescencia para aportar un mínimo granito de arena a esta democracia que tenemos, mientras la mayoría de los que banca este proyecto te miraba con cara de “vos te metés en política? Tené cuidado…”. O tal vez es que me molesta cuando algún alumno me increpa “Ud. lee ese diario?”. O tal vez porque mientras marchábamos contra la sanción de la Ley de Educación, la aun hoy presidente la votaba a libro cerrado (como tanto le gusta a ella).
Son pequeños y grandes detalles.
O tal vez es la oportunidad perdida. Nunca facturamos tanto como país como en estos años. “No fue magia” se tatúan algunos. “Fue soja y suerte”, dicen en realidad los que saben. Pero como en la familia de mi padrino, la magia se terminó. Baja el telón y queda el saldo de la fiesta. Lo vas a pagar votando a Scioli. Mientras la jefa se va a cuidar el jardín a Calafate.

sábado, 26 de septiembre de 2015

El pionero



“Tengo mucho moco má, me das un pañuelo”
“Para qué?, si te vas a jugar a la agronomía, llévate trapos del taller de la abuela, úsalos y tiralos”
En mi infancia, usar trapos para pelearle a la sinusitis crónica que todavía hoy me persigue, era lo normal.

“Má, me avisaron en el cole que si mañana no llevo el pelo corto no entro”
“No tengo tiempo, andate a lo de Hilario y que te recorte un poco”
“Pero má, es una peluquería de mujer”
“No importa, nadie se va a dar cuenta”
Ir a la peluquería de Hilario (uno de los primeros transformistas que se animó en Argentina), cortarse y contárselo a tus dos mejores amigos del colegio (Diego y Fernando, si están leyendo esto, no saben el trauma que generaron) y que estos se lo cuenten a las nenas más lindas del grado no fue una buena decisión. Corrían los setenta y yo cursaba el quinto grado de la escuela primaria.

“Tía, esta remera es roja, es de mina”
“Ponetela igual, nadie se va a dar cuenta”
“Pero abrocha al revés”
“Nah, ni ahí, usala, la que trajiste está sucia”
Quedarse a dormir en lo de tu abuela, siendo adolescente y no tener ropa para ir a trabajar al día siguiente y que tu tía tuviese una boutique femenina, no era cool en los ochenta.

Hoy diría que fui un pionero. En el uso de Carilinas (en los setenta lo descartable estaba solo permitido para millonarios). En los servicios de la peluquería unisex (solo en la manzana de mi casa, en Palermo, hay unas seis peluquerías… unisex). Y en imponer modas andróginas.
Pero todo eso me genero traumas que me perduran. O lo hicieron hasta hace unos días.
Me levanté temprano, llevé al jardín a Felipe y volviendo decidí tirar el viejo paraguas negro. Ya no aguantaba ni otra llovizna. Me crucé a Farmacity. Compré uno re masculino. Volví a casa. Tomé un par de mates con Paula y salí a la reunión más importante del año protegido por mi nueva adquisición. Subí al subte. Me acomodé y ahí lo vi. Violeta, con puntitas blancas y volados. Había agarrado el de Paula. Bajé del subte y no lo tiré en el primer cesto que me encontré. Crecí. Me di de alta sin nunca haber hecho psicoanálisis. Definitivamente, en mi infancia fui un pionero.