viernes, 12 de septiembre de 2014

Literatura de cuarto



Hoy al mediodía Carla comentó: “En la prueba de naturales nos fue mal a todos, parece, solo aprobaron tres, no se si yo estoy entre los que aprobaron pero la maestra va a tomar la prueba de nuevo”. La prueba era difícil, sobre los órganos del cuerpo humano. La verdad, poca ayuda podíamos ofrecerle con Paula. Solo el consejo de “sentate y estudiá”.
La anécdota viene a cuento porque hace tiempo quiero escribir sobre algunos profesores de los que tuve en la secundaria. Arrancamos hoy. Con la de Literatura de cuarto (sepan entender que no daré nombres para proteger mis fuentes –yo mismo- y porque la profe aun está entre nosotros y tal vez lea estas líneas).
En la década del ochenta correspondía enseñar literatura española. Un tema árido ya que la primavera democrática nos llevaba por los caminos de Cortázar y no por los del Quijote.
La profe (vamos a fraguar su nombre, para disimular y ponerle uno farándulesco, vamos a decirle La Rímolo). Entonces, la Rímolo tenía teatralidad, o lo que es mejor, se creía actriz y tal vez esa haya sido su secreta vocación. Incluso contaba, suelta de cuerpo, que en un viaje por Italia, desayunando en una terraza en la Via Appia, la habían confundido con Sofía Loren.
Sus inclinaciones políticas solían ser polémicas. Con la misma pasión que contaba esa deliciosa anécdota se emocionaba al relatar la (años después desmentida) historia de la resistencia del Alcázar de Toledo. La leyenda cuenta que los falangistas resistían en el Alcázar. A tal punto era la tenacidad de los soldados que los republicanos, habiendo tomado prisionero al hijo del comandante derechista, hacen que se comunique con su padre y le suplique se rinda para no ser fusilado. Juro que se le llenaban los ojos de lágrimas, y su grado de convicción era tal que a nosotros -que poco sabíamos de la guerra civil y de quienes habían sido los buenos entonces- también, cuando declamaba la respuesta del comandante: “Hijo mío, grita bien fuerte ¡Viva España! y prepárate a morir, el Alcázar de Toledo no se rinde”.
Lo cierto es que como docente era impecable. Y tenía una capacidad innata para leer lo que le pasaba a sus alumnos. En algún momento se enteró que a uno de los chicos sus de primero le gustaba una chica de otro curso. No sería algo muy diferente a lo que suele pasarle a los adolescentes. El problema es que el pibe era muy feo, fiero de veras. Y la chica era linda, una onda Marcela Klosterboer. La profe se involucró, no quería que el pibe se desilusionara. Empezó a hacerles gancho. Hacía de correo para las cartas que el pibe enviaba a la chica del otro primero. No sé en que terminó la historia, yo no era amigo de ninguno de los dos. Pero las historias de amor no son como en las películas.
En cuarto nos volvió a tocar la Rímolo. El programa indicaba, reitero, Literatura Española: Poema del Mio Cid, El Lazarillo de Tormes, La Celestina. Unos bodoques terribles para nosotros, que solo queríamos leer Cortázar (y de Cortázar, solo Casa Tomada, no daba para más). Ella entendía el problema. O más bien, le venía como anillo al dedo para demostrar su faceta actoral. Nos relataba las historias, no hacía que las leamos. Pero era, literalmente, teatro leído donde hacía cada uno de los personajes y los actuaba mejor que Alfredo Alcón. Pero había que evaluar. La nota iba de cero a diez. Y, una modernidad absoluta para la época, los exámenes eran grupales y a libro (o carpeta, recuerden que no leímos las obras), abierto.
Un día, después del examen, con un grupo de chicos fuimos al Congreso a entrevistar a los diputados que nos abrieran la puerta. Ella nos acompañó, no recuerdo muy bien por qué, ya que no era una tarea curricular. En el viaje le pregunté cómo habían sido los exámenes. Su respuesta me dejó helado, un sincericidio que después seguro olvidó o quiso olvidar: “Los busco por todos lados en mi casa y no los encuentro, creo que los perdí…” y en seguida pasó a otro tema.
(Uno de mis pesadillas recurrentes como profesor es el miedo a perder exámenes. No sé qué haría en ese caso. El trayecto que va de la sede del CBC a mi casa el momento posterior a la evaluación lo considero clave. Casi que me gustaría contratar a Juncadella para que los proteja).
Las semanas pasaron (algunos profesores tardaban en corregir, no nos parecía raro) y yo me olvidé de la respuesta que me había dado ese día. Una mañana entra la Rímolo con su mejor charme y un discurso probablemente ensayado mil veces, iba a ser su mejor representación. Su consagración actoral: “Chicos, no puedo creer lo que pasó con los exámenes. Estoy dolida. Profundamente dolida. Sé que era difícil, pero creí que podían hacerlos. ¿Qué les pasó? ¿En qué pensaban?”. Nosotros no podíamos creer lo que decía. Éramos más de sesenta pibes en el aula, alguno de los grupos tenía que haber aprobado. Incluso alguno planteó si podía ver el examen. Respuesta tajante, al borde de las lágrimas: “Imposible, les haría muy mal”. El ejercicio de improvisación daba resultado. Nos avergonzábamos por lo que habíamos hecho (o no hecho, no estar a la altura de las circunstancias). Pero ella era una adelantada. No quería estigmatizarnos poniendo la nota que correspondía y que nos perseguiría por el resto de nuestras vidas. El terrible Uno en Literatura Española. Una adelantada a todas las normas de Flacso. La respuesta, esperanzadora: “Lo van a hacer de nuevo”. No debe haber algo que me enoje más que tener que repetir un examen. Sin embargo, su representación fue tan efectiva que todos estuvimos felices. Y hasta nos esforzamos por estudiar más. Y dimos (también estoy seguro) unos exámenes excelentes.
Seguramente esto que escribo contradice muchas de mis afirmaciones en Face y Twitter de estos días. Pero justamente, es una excepción, no la norma. Algo que se le ocurrió a una profe terriblemente avergonzada para que todos resolviéramos un problema. Estoy seguro que en ese momento todos supimos lo que en realidad había pasado. Y aceptamos la mentira piadosa. O aceptamos a la gran actriz que era esta profesora. También una gran profesora.

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