Hace algunos años, por esas maravillas del cable y el
zapping, enganché una película inglesa para televisión, protagonizada por una
muy joven Helena Bonham Carter y el siempre idéntico Patrick Stewart, Lady
Jane. La peli data de 1986 y me llama la atención la calidad técnica y la
vigencia de la historia. Lady Jane accedió al trono después de la muerte de
Eduardo VI (heredero de Enrique VIII). Debido a intrigas políticas, Jane,
quinta sucesora y sin pretensiones de ser Reina, es puesta en ese trono para
mantener la iglesia anglicana (ya que la pretendiente legítima era católica).
Casada por conveniencia con Guilford Dudley, termina enamorándose de este. Ambos
encabezarán un reinado de sólo nueve días, pero que alcanza incluso para acuñar
monedas con la cara de la joven reina. La peli nos muestra esos nueve días como
una fiesta casi adolescente (la Reina tenía dieciséis años), casi como lo hace
Sofía Coppola con María Antonieta en el film homónimo. Ambas, jóvenes y
descocadas reinas terminan como toda buena fiesta de la época, cortando un par
de cabezas. En este caso la de Jane, su marido y su padre, que encabeza el
intento de rebelión anglicana.
Me acordé hoy de esta película cuando recordaba nuestra
propia fiesta. Fue a fines de 2001. El peronismo, con complicidades, había
volteado a De La Rúa (que, convengamos, no había hecho mucho para atornillarse
al trono). Y todos los legisladores vitoreaban de pie al nuevo Presidente,
electo por la Asamblea Legislativa, el Adolfo. “Vengo a anunciar el cese de
nuestras obligaciones de pago”, fue aproximadamente lo que dijo en ese mensaje
inaugural. Había sido elegido por el mayoritario peronismo con dos condiciones:
no moverse del esquema de la convertibilidad y quedarse solo por noventa días. Una
vez sentado en el sillón de Rivadavia, empezó a moverse como si fuese a
completar el mandato trunco de De La Rúa, es decir hasta diciembre de 2003.
Para evitar la salida de la convertibilidad, con la anuencia de la mayoría de
las gobernaciones peronistas, continuó el festín de cuasi monedas, intentando
inventar una nueva, según un plan que le sopló en un mingitorio el que sería
brevemente nombrado como presidente del banco Nación (creo que ese personaje,
del cual no recuerdo el nombre, no llegó a asumir y por eso continuó en su
cargo Olivera, ex vice jefe de gobierno de De La Rúa).
La fiesta continúo. Apenas asumió se instaló en la quinta
presidencial de Olivos, donde con gran alegría el mismo día que asumía, celebró
con toda su familia la Navidad. A los pocos días, por primera vez en años, un
presidente peronista se quitaba el saco, arremangaba las camisas y visitaba la
CGT unificada de Hugo Moyano (1° Ley de Lo Presti: El movimiento obrero
unificado solo será unificado durante gobiernos radicales para romperles las
pelotas). Discurseó, siguió definiendo políticas fundacionales a largo plazo,
se despegó del gobierno peronista previo y ya que estamos le echó las culpas a
De La Rúa y Cavallo de todos nuestros males.
Convocó a una reunión de gobernadores en Chapadmalal, pero
algo se había roto en su romance con sus ex colegas (básicamente su fiesta
preveía que usaría su presidencia de noventa días para construir su candidatura
presidencial de los siguientes cuatro años, y otros aspirantes al trono no
estaban tan contentos con el festín) y lo dejaron solo. Como en las épocas de
Facundo Quiroga, que cuando quería sacarse de encima algún gobernador de su
estancia (digo su provincia), le sacaba la guardia personal y el susodicho
corría presuroso a la residencia del caudillo a presentar la renuncia. En este
caso, el zabeca de Banfield a través del pelado de capital (transformado en
gobernador de Buenos Aires) le quitó la custodia policial de Chapadmalal y el efímero
presidente entendió el mensaje. Se tomó el Tango 01, acompañado, entre otros,
por el manco de Balvanera, y desde San Luis nos dio un último espectáculo de su
largo Stand UP. Renunció con interferencia televisadas y acusó, entre otros, al
peluquín de Córdoba por todas sus desgracias personales (casi que también le
echa la culpa de su video prohibido).
La fiesta duró siete días, con amigos vimos el acto final en
casa (le llamábamos el club de los desocupados, ya que la mayoría nos habíamos
quedado sin trabajo durante ese diciembre). Autoconvocado para ir al cine, la
peli que veíamos por TV estaba mejor. Nos reímos, claro, de ese acto final y
sincericidio peronista. La mayoría politólogos (o en vías de serlo) más alguna
socióloga, no sabíamos que en algún momento tendríamos que pagar la cuenta.
Y hoy nos pasan la cuenta de esa fiesta. El efímero decretó
el default de una deuda que podía reestructurarse con un poco de pericia y
menos ideologismo. Pero el peronismo es así. Eficaz para los negocios
personales pero mano larga con la plata de los demás. La de todos los otros que
alegremente los votamos cada cuatro años. Y esta vez la cosa es más grave de lo
que parece. Por más que la arquitecta egipcia abogada exitosa nos venda otro
cuento por TV. La culpa esta vez no es de otros, esta vez empezó con el
gobernador que su marido (exitoso empresario hotelero) impulsó como presidente en
2001 con la condición de no moverse del esquema de la convertibilidad.
Pero no se preocupen, porque el peronismo está ahí de nuevo,
preparando otro festejo para salvarnos, total todo queda en familia. Será con
el manco de Balvanera o con el entrista de la Ucede de Tigre. Un nuevo festejo
con globos naranjas o negros nos espera. Y ahí estamos todos, dispuestos a
comernos un nuevo festejo (técnicamente, podemos llamarlo fistfucking).