domingo, 29 de septiembre de 2013

Como arruinar un libro en 95 minutos



Domingo a la mañana, capricho de preadolescente, ver la película de su libro favorito en la semana del estreno, so pena del trauma que podría generarle que sus compañeras la vean primero. Explicación de padre moderno: “trauma te genera que durante dos meses tu mamá te prometa llevarte a ver La Guerra de las galaxias y no lo haga, llegando a la zaga más grande de la historia del cine con seis años de diferencia, no perderte una película producida por Tristán Bauer”…, el argumento no convence. Así que allá vamos, en el horario que van los padres divorciados, mientras en casa Paula prepara la comida.
(Aclaremos que leí casi todos los libros de “Caídos del mapa”, así como, salvando las distancias, leí los de Harry Potter (e incluso uso uno de ellos como ejemplo cuando explico Parlamentarismo de Westminster en el CBC). La razón oculta, que un día me inspire yo, cree una zaga exitosa y me haga millonario. Pero ese día no llega…).
Siempre que me preguntan, sobre todo en las clases de comunicación, si me gusta el cine argentino, respondo con un categórico y antipático “NO” (reconozco que lo de antipático no me cuesta mucho). Ante el más incisivo interrogante “¿por qué?”, mis respuesta pueden variar: la falta de guiones originales, la pésima iluminación, los actores de cabotaje, el maquillaje berreta (que llega al paroxismo justamente en “El secreto de sus ojos”), el asonido (léase falta de sonido), el tonto argumento “hay que ver cine argentino porque es nuestro”, la idea de que malos actores se hacen buenos actores porque hacen un personaje “distinto” en el cine (Francella, por ejemplo). El argumento varía según el interlocutor. Pero, sencillamente, no veo cine argentino porque me aburre, me parece reiterativo, autorreferente y autoindulgente. Una muestra más de la decadencia social en la que nos vemos inmersos y que se acentuó en al última década.
Con esta aclaración, vamos a los hechos. Fuimos al cine. Desde el vamos se nota lo perverso de los capos de Cinemark. O del programador. Antes de la película argenta, te meten cuatro avances (o colas) de súper producciones de hollywoodenses en las que se nota que se invirtió solo en el armado de la promoción más que en toda la película argentina que estás por ver.
El contraste entre el sonido de esos avances con el del sonido de la película que empieza es notable. Arriba dije asonido (no se si existe la palabra y no tengo ganas de ir a la RAE). La película no tiene sonido. Ni siquiera sonido ambiente: transcurre en un colegio, es decir, con meter un montón de pibes hablando a la vez y gritando ya tenés el 50% de la banda sonora de la película. Pero no, eso al sonidista no se le ocurrió. La fotografía no existe. El montaje tiene problemas de continuidad serios.
Básicamente, más allá de estas cuestiones técnicas, el problema de la película es que falla justamente en aquello en lo que el libro funciona. La relación entre los chicos. Cero química entre ellos. Inexpresivos al máximo, no generan un solo gesto de complicidad con una platea a la que no sentí reír en ningún momento. En un momento llegué a la conclusión que un viejo capítulo de Señorita Maestra tenía más credibilidad.
La amistad, el hilo conductor de los diez libros, no está en ninguna parte. Las (sobre) actuaciones de los adultos no ayudan. No generan empatía ni gracia, aunque lo pretendan en su estereotipación.
Apenas empezada la película, mandé un mensaje a mi mujer (nunca en toda mi vida había mandando un mensaje desde mi celular durante la película), pero me urgía hacerlo “por qué hacemos tan mal lo que los yanquis hacen tan bien”. Mientras escribo esto, veo en twitter un hashtag que dice #HollywoodMiente. Puede ser, pero saben que, cuando #HollywoodMiente le creo. En cambio, cuando el ¿cine? argentino miente me aburro.

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