Domingo a
la mañana, capricho de preadolescente, ver la película de su libro favorito en
la semana del estreno, so pena del trauma que podría generarle que sus
compañeras la vean primero. Explicación de padre moderno: “trauma te genera que
durante dos meses tu mamá te prometa llevarte a ver La Guerra de las galaxias y
no lo haga, llegando a la zaga más grande de la historia del cine con seis años
de diferencia, no perderte una película producida por Tristán Bauer”…, el
argumento no convence. Así que allá vamos, en el horario que van los padres
divorciados, mientras en casa Paula prepara la comida.
(Aclaremos
que leí casi todos los libros de “Caídos del mapa”, así como, salvando las
distancias, leí los de Harry Potter (e incluso uso uno de ellos como ejemplo
cuando explico Parlamentarismo de Westminster en el CBC). La razón oculta, que
un día me inspire yo, cree una zaga exitosa y me haga millonario. Pero ese día
no llega…).
Siempre que
me preguntan, sobre todo en las clases de comunicación, si me gusta el cine
argentino, respondo con un categórico y antipático “NO” (reconozco que lo de
antipático no me cuesta mucho). Ante el más incisivo interrogante “¿por qué?”,
mis respuesta pueden variar: la falta de guiones originales, la pésima
iluminación, los actores de cabotaje, el maquillaje berreta (que llega al
paroxismo justamente en “El secreto de sus ojos”), el asonido (léase falta de
sonido), el tonto argumento “hay que ver cine argentino porque es nuestro”, la
idea de que malos actores se hacen buenos actores porque hacen un personaje
“distinto” en el cine (Francella, por ejemplo). El argumento varía según el
interlocutor. Pero, sencillamente, no veo cine argentino porque me aburre, me
parece reiterativo, autorreferente y autoindulgente. Una muestra más de la
decadencia social en la que nos vemos inmersos y que se acentuó en al última
década.
Con esta
aclaración, vamos a los hechos. Fuimos al cine. Desde el vamos se nota lo
perverso de los capos de Cinemark. O del programador. Antes de la película
argenta, te meten cuatro avances (o colas) de súper producciones de
hollywoodenses en las que se nota que se invirtió solo en el armado de la
promoción más que en toda la película argentina que estás por ver.
El
contraste entre el sonido de esos avances con el del sonido de la película que
empieza es notable. Arriba dije asonido (no se si existe la palabra y no tengo
ganas de ir a la RAE). La película no tiene sonido. Ni siquiera sonido
ambiente: transcurre en un colegio, es decir, con meter un montón de pibes
hablando a la vez y gritando ya tenés el 50% de la banda sonora de la película.
Pero no, eso al sonidista no se le ocurrió. La fotografía no existe. El montaje
tiene problemas de continuidad serios.
Básicamente,
más allá de estas cuestiones técnicas, el problema de la película es que falla
justamente en aquello en lo que el libro funciona. La relación entre los
chicos. Cero química entre ellos. Inexpresivos al máximo, no generan un solo
gesto de complicidad con una platea a la que no sentí reír en ningún momento.
En un momento llegué a la conclusión que un viejo capítulo de Señorita Maestra
tenía más credibilidad.
La amistad,
el hilo conductor de los diez libros, no está en ninguna parte. Las (sobre)
actuaciones de los adultos no ayudan. No generan empatía ni gracia, aunque lo
pretendan en su estereotipación.
Apenas
empezada la película, mandé un mensaje a mi mujer (nunca en toda mi vida había
mandando un mensaje desde mi celular durante la película), pero me urgía hacerlo
“por qué hacemos tan mal lo que los yanquis hacen tan bien”. Mientras escribo
esto, veo en twitter un hashtag que dice #HollywoodMiente.
Puede ser, pero saben que, cuando #HollywoodMiente
le creo. En cambio, cuando el ¿cine? argentino miente me aburro.
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