miércoles, 29 de junio de 2016

Deportes en el recuerdo (esta no es una carta a Messi)



Falté el día que dieron las reglas del handball. Era un tiempo donde los chicos hacíamos gimnasia por un lado y las chicas por otro. El campeonato estaba caliente y mi equipo se jugaba un pase a alguna semifinal interna del colegio. Un compañero no tuvo la mejor idea que pasarme la pelota cerca de mi área (estoy seguro que no tenía otro pase, lo mío era caminar la cancha, como Messi en las finales) y yo, encerrado por dos jugadores contrarios miraba al arquero de mi equipo que me hacía señas desesperadas, interpretadas por un joven e inexperto Esteban como “pasamela, pasamela”. Claro que en realidad me decía todo lo contrario: “no, no, no”… la historia es traumática, de mi pase al arquero (prohibido en ese deporte) surgió el penal que nos dejó fuera de la definición. Me putearon lindo, todos. Me gastaron lindo, los del otro equipo. Creo que no dejé de llorar (con frustración y ganas) por el resto del día.
Era de los que elegían último en cualquier equipo. Por descarte: “bueno, dale, vení”. Contame lo que es el bulling…, en la colonia, en River, allá por mediados de los setenta, hasta el profesor me gastaba. Sufrí. De verdad. Por suerte llegó el Mundial 78 y la colonia de River se cerró por un par de años para terminar las obras del estadio. Casi que mi paso por la misma era para una película del neorelismo italiano o la nouvelle vague francesa (Los 400 golpes, un poroto).
Otra vuelta en la primaria, por esas cosas del destino, llegamos a una final de vóley contra el finalista del turno mañana. Como era contraturno, del equipo nuestro fuimos solo cuatro. Seis contra cuatro. Nos hicieron precio. Es lo más cercano que estuve de una definición. Como llegué a integrar ese equipo que al menos salió campeón de un turno, no lo sé…, me imagino que por descarte, era el séptimo jugador y no habré entrado nunca (excepto en ese partido definitorio y por el mero hecho de que faltaron al menos tres titulares). Todavía me acuerdo que después de perder, el hermano mayor de uno de mis compañeros, federado él, nos cagó a pedos y nos tiró un par de patadas correctivas…
No soy maradonista, pero cuenta una anécdota que define muy bien lo que sentíamos en cada inicio de año secundario los que no podíamos correr ni el colectivo. Entrenando para un mundial, el preparador físico lo presionaba para que rinda más en el test de Cuper. El profe le dijo que un jugador de su categoría no podía correr tan poco, o algo así. Maradona lo miró y le preguntó: “¿Y vos cuanto rendís, profe?”, la respuesta obviamente superaba la marca del jugador: “Ah sí. Bueno entonces el domingo entrá y jugá vos”. El test de Cuper era una tortura. Parte de la medición de datos biomédicos que solicitaba el Ministerio de Educación todos los años. Hablo de los años de la Dictadura y también de la etapa de la transición a la democracia. Estoy seguro que algún objetivo podía tener conocer esos datos que, en definitiva, eran anónimos. Y desvirtuados, ya que más de uno de nosotros “caminaba la pista” del viejo Tiro Federal de San Martín.
Nunca hice un gol. Pero hice medio gol. Corrían ya los años de la democracia, y el Centro de Estudiantes organizó la única actividad que podía convocar a todos los varones, comprometidos o no con la militancia política: un campeonato de fútbol. Muy bien organizado por un secretario de deportes del centro que llegó a cortar el tráfico de media ciudad de Buenos Aires para armar una bicicleteada desde San Martín hasta el Parque Saavedra (mucho antes que Nike o Adidas organizaran sus maratones). El campeonato estaba en sus postrimerías. Yo, delegado del curso, solo entre en el equipo por descarte. De nuevo, una baja importante por la internación del Bardo, me hizo pasar al equipo titular. La verdad que Pablo no estaba bien en esos días y peleaba contra una septicemia jodida. Esa mañana de sábado, en el Parque Sarmiento, nos juramos ganar. A mí, para no estorbar, me mandaron arriba: “Pegale a la pelota para adelante”, ese tipo de instrucciones había que darme. En una de esas, un balón pasa cerca de mí, a la altura de la cintura, no sé cómo, por instinto, levanté la pierna y con la punta de la zapatilla la toque, al mismo tiempo que Aníbal. Entre los dos, hicimos el gol. Después nos empataron y Silvio selló el desenlace a nuestro favor.
De todos modos, mi mayor hazaña deportiva es más lejana aún. De nuevo en la primaria. El profesor tendría, por capricho del programa, que enseñar Sófbol (o Béisbol, nunca comprendía la diferencia y creo que en Argentina el único que debe saberlo es Bonadeo). Paro los equipos, nos dio un palo de escoba (si, un palo, no un bate) y nos puso a tratar de batear. La pelota pegó en el bate que sostenía y tenía que correr. Al menos eso escuché que me gritaban. Como nadie pensó que eso pasaría, ninguno del otro equipo salió a buscarla. Los pocos que entendían el reglamento me incitaban a seguir, era lo único que escuchaba. Era mi “Campo de los sueños”, antes que supiéramos de la existencia de Kevin Costner. Yo hacía lo que me decían. Llegué a primer base (¿se dice así?) y escuchaba “seguí, seguí”, a segunda, a tercera y a cuarta. Marqué el tanto (o lo que sea que se denomine). Fue la única vez que todos me abrazaron. Increíble. Parecía el final de Rocky II. Sin la sangre, ni las lágrimas, ni Talia Shire.

No hay comentarios:

Publicar un comentario