Falté el día que dieron las reglas del handball. Era un
tiempo donde los chicos hacíamos gimnasia por un lado y las chicas por otro. El
campeonato estaba caliente y mi equipo se jugaba un pase a alguna semifinal
interna del colegio. Un compañero no tuvo la mejor idea que pasarme la pelota
cerca de mi área (estoy seguro que no tenía otro pase, lo mío era caminar la
cancha, como Messi en las finales) y yo, encerrado por dos jugadores contrarios
miraba al arquero de mi equipo que me hacía señas desesperadas, interpretadas
por un joven e inexperto Esteban como “pasamela, pasamela”. Claro que en
realidad me decía todo lo contrario: “no, no, no”… la historia es traumática,
de mi pase al arquero (prohibido en ese deporte) surgió el penal que nos dejó
fuera de la definición. Me putearon lindo, todos. Me gastaron lindo, los del
otro equipo. Creo que no dejé de llorar (con frustración y ganas) por el resto
del día.
Era de los que elegían último en cualquier equipo. Por descarte:
“bueno, dale, vení”. Contame lo que es el bulling…,
en la colonia, en River, allá por mediados de los setenta, hasta el profesor me
gastaba. Sufrí. De verdad. Por suerte llegó el Mundial 78 y la colonia de River
se cerró por un par de años para terminar las obras del estadio. Casi que mi
paso por la misma era para una película del neorelismo italiano o la nouvelle vague francesa (Los 400 golpes,
un poroto).
Otra vuelta en la primaria, por esas cosas del destino,
llegamos a una final de vóley contra el finalista del turno mañana. Como era
contraturno, del equipo nuestro fuimos solo cuatro. Seis contra cuatro. Nos hicieron
precio. Es lo más cercano que estuve de una definición. Como llegué a integrar
ese equipo que al menos salió campeón de un turno, no lo sé…, me imagino que
por descarte, era el séptimo jugador y no habré entrado nunca (excepto en ese
partido definitorio y por el mero hecho de que faltaron al menos tres titulares).
Todavía me acuerdo que después de perder, el hermano mayor de uno de mis
compañeros, federado él, nos cagó a pedos y nos tiró un par de patadas correctivas…
No soy maradonista, pero cuenta una anécdota que define muy
bien lo que sentíamos en cada inicio de año secundario los que no podíamos
correr ni el colectivo. Entrenando para un mundial, el preparador físico lo
presionaba para que rinda más en el test de Cuper. El profe le dijo que un
jugador de su categoría no podía correr tan poco, o algo así. Maradona lo miró
y le preguntó: “¿Y vos cuanto rendís, profe?”, la respuesta obviamente superaba
la marca del jugador: “Ah sí. Bueno entonces el domingo entrá y jugá vos”. El
test de Cuper era una tortura. Parte de la medición de datos biomédicos que
solicitaba el Ministerio de Educación todos los años. Hablo de los años de la
Dictadura y también de la etapa de la transición a la democracia. Estoy seguro
que algún objetivo podía tener conocer esos datos que, en definitiva, eran
anónimos. Y desvirtuados, ya que más de uno de nosotros “caminaba la pista” del
viejo Tiro Federal de San Martín.
Nunca hice un gol. Pero hice medio gol. Corrían ya los años
de la democracia, y el Centro de Estudiantes organizó la única actividad que
podía convocar a todos los varones, comprometidos o no con la militancia
política: un campeonato de fútbol. Muy bien organizado por un secretario de
deportes del centro que llegó a cortar el tráfico de media ciudad de Buenos
Aires para armar una bicicleteada desde San Martín hasta el Parque Saavedra
(mucho antes que Nike o Adidas organizaran sus maratones). El campeonato estaba
en sus postrimerías. Yo, delegado del curso, solo entre en el equipo por
descarte. De nuevo, una baja importante por la internación del Bardo, me hizo
pasar al equipo titular. La verdad que Pablo no estaba bien en esos días y
peleaba contra una septicemia jodida. Esa mañana de sábado, en el Parque
Sarmiento, nos juramos ganar. A mí, para no estorbar, me mandaron arriba: “Pegale
a la pelota para adelante”, ese tipo de instrucciones había que darme. En una
de esas, un balón pasa cerca de mí, a la altura de la cintura, no sé cómo, por
instinto, levanté la pierna y con la punta de la zapatilla la toque, al mismo
tiempo que Aníbal. Entre los dos, hicimos el gol. Después nos empataron y
Silvio selló el desenlace a nuestro favor.
De todos modos, mi mayor hazaña deportiva es más
lejana aún. De nuevo en la primaria. El profesor tendría, por capricho del
programa, que enseñar Sófbol (o Béisbol, nunca comprendía la diferencia y creo
que en Argentina el único que debe saberlo es Bonadeo). Paro los equipos, nos dio
un palo de escoba (si, un palo, no un bate) y nos puso a tratar de batear. La
pelota pegó en el bate que sostenía y tenía que correr. Al menos eso escuché
que me gritaban. Como nadie pensó que eso pasaría, ninguno del otro equipo
salió a buscarla. Los pocos que entendían el reglamento me incitaban a seguir,
era lo único que escuchaba. Era mi “Campo de los sueños”, antes que supiéramos de
la existencia de Kevin Costner. Yo hacía lo que me decían. Llegué a primer base
(¿se dice así?) y escuchaba “seguí, seguí”, a segunda, a tercera y a cuarta.
Marqué el tanto (o lo que sea que se denomine). Fue la única vez que todos me
abrazaron. Increíble. Parecía el final de Rocky II. Sin la sangre, ni las
lágrimas, ni Talia Shire.