domingo, 21 de agosto de 2016

El premio



Corrían los años de la dictadura y la actividad social se había trasladado de los comités o unidades básicas barriales a las parroquias o clubes de barrio.
La Santa Teresita del Niño Jesús, sobre la calle Quiroz en Villa Ortúzar (Parroquia famosa por dos hechos relevantes, allí fui bautizado y allí se casó, hace unos años, Valeria Lynch, la vecina exitosa del barrio) tenía una asociación de padres o vecinos bastante activa. Organizaban una búsqueda del tesoro en coche por las calles del barrio, pasaban cine algunos viernes, tenían una súper kermesse durante todo octubre para festejar el día de la santa y albergaban un grupo barrial de teatro amateur.
No es casual entonces que para el Día del Niño organizaran grandes festejos con competencias y premios incluidos. Como en todo, había ganadores y perdedores. Casi como unos Juegos Olímpicos infantiles: Carreras de embolsados, pesca de la manzana, ronda de la silla y así.
Siempre que competía, salía último. No hay de que asombrarse. Lo mío nunca fueron los juegos corporales, de ningún tipo. Pero ese día pasó algo. Me anoté por descarte en uno particularmente asqueroso: había que rescatar un caramelo ácido Suchard entre un plato lleno de harina.
Supongo que éramos cinco o seis competidores, no más. A la voz de “aura” del juez (algún devoto vecino del barrio), incruté mi cabeza en el plato. Abrí mi boca, que rápidamente se convirtió en un masacote de engrudo y pesqué el caramelo. No debieron haber pasado ni dos segundos. Gané. ¡Gané! Creo que lo festejé más que el Mundial 78.
La ceremonia de premiación fue emotiva. Solo faltó cantar el himno e izar la bandera. El premio, un juego de la oca o algo por el estilo. Era un detalle, lo importante era ganar.
Es cierto que no fue la única vez que gané algo en la Iglesia. Unos meses después, en la ruleta (a la que se apostaba con chocolates también Suchard en lugar de fichas), acumule las suficientes para intercambiar por un cuadrito que creo, aun hoy, está colgado en alguna de las paredes de Victorica. Pero en la timba, a diferencia de mi viejo, casi siempre me fue bien.
(Para Carla, que a veces mete goles en handball).

domingo, 24 de julio de 2016

El quilombero



Aníbal contó la anécdota, desconocida por los protagonistas, en varias oportunidades. Siempre igual, sin cambios. Le doy credibilidad entonces.
Corría el verano del 82 y, sabiendo ya que división le había tocado en suerte, 1ro 8va, con latín e inglés como idiomas a estudiar, buscó información de los compañeros desconocidos que le habían tocado en suerte (o desgracia). Las fuentes consultadas fueron creíbles y contundentes. Para Marcelo, “UUU, te tocó con Lopre, un terrible quilombero”. Fernando ratificó: “UUU, Silvio, otro que se las trae, un enano maldito…”. Conocidos del club, de diferentes cursos en la primaria, coincidían en el diagnóstico de dos de los camaradas que cursarían con Aníbal los siguientes cinco años.
Siempre pensé que Marcelo, al referirse a mí, estaba haciéndole una joda. No me consideraba un tipo quilombero, más bien todo lo contrario. Callado, tirando a tímido, asustadizo y lejos de ser de los que sobresaliesen, alumno normal tirando a bueno, de los que nunca llegan a ser abanderados por nota.
Pero de tantas veces que contó la historia traté de hacer un revival de mi primer año en la escuela.
Y al menos tres hechos de ese 1982 ratifican la lapidaria definición de Marcelo quien hoy vive en el extranjero y tal vez, si lee esta historia, podrá o no ratificar lo que cuenta en cada cena que nos encontramos Aníbal.
Tuvimos un profesor de historia que aburría. Aburría porque adelantaba. Pero sus clases eran caóticas. Era el hombre darse vuelta para escribir en el pizarrón y que detrás volara de todo. De todo. Tizas, cuadernos, carpetas, panes y lo que venga. En mi caso nunca tuve puntería para nada y se me ocurrió tirar una goma de borrar. Claro, no calculé que la goma rebota más que el papel. La carambola dio en la espalda del profesor. Fue la única vez que lo vimos enojado. Se dio vuelta y gritó “Quien fue…”. Nadie habló. Aun hoy me avergüenzo cuando lo escribo. Terrible pendejo pelotudo yo. Zafé de amonestaciones gracias al silencio cómplice del resto de las cincuenta almas que cursábamos ese día. Perdón profe, fui yo y mi torpeza congénita. Espero me lea desde el cielo.
Otra vuelta había que recoger los bollos de papel que quedaban en el piso después de las guerras internas de los recreos. Yo no había participado de la batalla. Chico tímido habré perdido el evento en tardar más de la cuenta en la cola de la cantina pidiéndole a Daniel una bola de fraile. Esas terribles bombas que combinadas con el peor café del condado hacían estragos en nuestros adolescentes sistemas digestivos. No sé por qué, cuando entré al curso, situado en las antiguas barracas del colegio, que fueran demolidas al año siguiente para comenzar a construir el edificio nuevo, me empeciné en tratar de meter un bollo de papel utilizando los tacos de mis pies, al estilo maradoniano. Entiendan que yo era, y soy, incapaz de patear una pelota. Era imposible lo que pretendía. Pero cabeza dura, insistía. El preceptor varias veces me indicó primero que terminara con el jueguito. Varias veces tal vez fueron solo dos o tres. Suficientes en la aun rígida educación de esos tiempos. A la dirección directo. No sé, pero me salió revelarme y gritarle. Creo que el reto posterior y algún cruce milagroso hizo que no me pusieran amonestaciones. A esta altura ya hubiese acumulado 10 (con las cinco que me tendría que haber puesto el profe de historia). Perdón Omar, si lees, tenías toda la razón ese día.
Pero debuté pronto, en esto de las amonestaciones, eh. La premonición de Marcelo y de Fernando se cumplió, para mala suerte de Aníbal. Nos juntábamos a la entrada los tres: Silvio, Aníbal y yo. La consigna diaria era la misma, tres bancos, los dos primeros en llegar se sentaban juntos. El otro, se cagaba de embole el resto de la mañana solo. Entonces entrábamos corriendo. Ese día, la jefa de preceptores andaba por ahí. Directo a firmar el parte de amonestaciones. Cinco que podrían haber sido diez. A las veinticinco, de salida del colegio. Sin atenuantes. Ese año me hubiese merecido quince.
En los años siguientes me vi directa o indirectamente involucrado en varios quilombos o cagadas más. Podría hacerme el héroe y decir que fue por mi “actividad política de lucha”. Pero no. Siempre fue por boludo. En tercero me harté de un compañero que me vivía gastando y bajando las escales lo golpee con un bolso (de los de tela de avión que usábamos ese año). El pibe, obvio, reaccionó. En la misma escalera nos agarramos a trompadas. Nos vio la Chona, temible profesora de psicología que un día en el aula llegó a discutirnos que en Sudáfrica no había apartheid (esas cosas no se olvidan, profe). El parte de 10 amonestaciones (ya en un clima menos opresivo) fue lapidario: la descripción de escenas de pugilato que sonrojarían a Tyson y Evander Holyfield).
Ya en 1985 se incorporó un pibe de otra escuela, del Cuba. En la primera semana hizo averiguaciones sobre el curso que le tocaba: sería cuarto primera. El dato fue lapidario: “No los quiere nadie, están metidos en todos los quilombos”.
Al final las fuentes de Aníbal eran confiables. Le había tocado el peor curso. El de los quilomberos.

miércoles, 29 de junio de 2016

Deportes en el recuerdo (esta no es una carta a Messi)



Falté el día que dieron las reglas del handball. Era un tiempo donde los chicos hacíamos gimnasia por un lado y las chicas por otro. El campeonato estaba caliente y mi equipo se jugaba un pase a alguna semifinal interna del colegio. Un compañero no tuvo la mejor idea que pasarme la pelota cerca de mi área (estoy seguro que no tenía otro pase, lo mío era caminar la cancha, como Messi en las finales) y yo, encerrado por dos jugadores contrarios miraba al arquero de mi equipo que me hacía señas desesperadas, interpretadas por un joven e inexperto Esteban como “pasamela, pasamela”. Claro que en realidad me decía todo lo contrario: “no, no, no”… la historia es traumática, de mi pase al arquero (prohibido en ese deporte) surgió el penal que nos dejó fuera de la definición. Me putearon lindo, todos. Me gastaron lindo, los del otro equipo. Creo que no dejé de llorar (con frustración y ganas) por el resto del día.
Era de los que elegían último en cualquier equipo. Por descarte: “bueno, dale, vení”. Contame lo que es el bulling…, en la colonia, en River, allá por mediados de los setenta, hasta el profesor me gastaba. Sufrí. De verdad. Por suerte llegó el Mundial 78 y la colonia de River se cerró por un par de años para terminar las obras del estadio. Casi que mi paso por la misma era para una película del neorelismo italiano o la nouvelle vague francesa (Los 400 golpes, un poroto).
Otra vuelta en la primaria, por esas cosas del destino, llegamos a una final de vóley contra el finalista del turno mañana. Como era contraturno, del equipo nuestro fuimos solo cuatro. Seis contra cuatro. Nos hicieron precio. Es lo más cercano que estuve de una definición. Como llegué a integrar ese equipo que al menos salió campeón de un turno, no lo sé…, me imagino que por descarte, era el séptimo jugador y no habré entrado nunca (excepto en ese partido definitorio y por el mero hecho de que faltaron al menos tres titulares). Todavía me acuerdo que después de perder, el hermano mayor de uno de mis compañeros, federado él, nos cagó a pedos y nos tiró un par de patadas correctivas…
No soy maradonista, pero cuenta una anécdota que define muy bien lo que sentíamos en cada inicio de año secundario los que no podíamos correr ni el colectivo. Entrenando para un mundial, el preparador físico lo presionaba para que rinda más en el test de Cuper. El profe le dijo que un jugador de su categoría no podía correr tan poco, o algo así. Maradona lo miró y le preguntó: “¿Y vos cuanto rendís, profe?”, la respuesta obviamente superaba la marca del jugador: “Ah sí. Bueno entonces el domingo entrá y jugá vos”. El test de Cuper era una tortura. Parte de la medición de datos biomédicos que solicitaba el Ministerio de Educación todos los años. Hablo de los años de la Dictadura y también de la etapa de la transición a la democracia. Estoy seguro que algún objetivo podía tener conocer esos datos que, en definitiva, eran anónimos. Y desvirtuados, ya que más de uno de nosotros “caminaba la pista” del viejo Tiro Federal de San Martín.
Nunca hice un gol. Pero hice medio gol. Corrían ya los años de la democracia, y el Centro de Estudiantes organizó la única actividad que podía convocar a todos los varones, comprometidos o no con la militancia política: un campeonato de fútbol. Muy bien organizado por un secretario de deportes del centro que llegó a cortar el tráfico de media ciudad de Buenos Aires para armar una bicicleteada desde San Martín hasta el Parque Saavedra (mucho antes que Nike o Adidas organizaran sus maratones). El campeonato estaba en sus postrimerías. Yo, delegado del curso, solo entre en el equipo por descarte. De nuevo, una baja importante por la internación del Bardo, me hizo pasar al equipo titular. La verdad que Pablo no estaba bien en esos días y peleaba contra una septicemia jodida. Esa mañana de sábado, en el Parque Sarmiento, nos juramos ganar. A mí, para no estorbar, me mandaron arriba: “Pegale a la pelota para adelante”, ese tipo de instrucciones había que darme. En una de esas, un balón pasa cerca de mí, a la altura de la cintura, no sé cómo, por instinto, levanté la pierna y con la punta de la zapatilla la toque, al mismo tiempo que Aníbal. Entre los dos, hicimos el gol. Después nos empataron y Silvio selló el desenlace a nuestro favor.
De todos modos, mi mayor hazaña deportiva es más lejana aún. De nuevo en la primaria. El profesor tendría, por capricho del programa, que enseñar Sófbol (o Béisbol, nunca comprendía la diferencia y creo que en Argentina el único que debe saberlo es Bonadeo). Paro los equipos, nos dio un palo de escoba (si, un palo, no un bate) y nos puso a tratar de batear. La pelota pegó en el bate que sostenía y tenía que correr. Al menos eso escuché que me gritaban. Como nadie pensó que eso pasaría, ninguno del otro equipo salió a buscarla. Los pocos que entendían el reglamento me incitaban a seguir, era lo único que escuchaba. Era mi “Campo de los sueños”, antes que supiéramos de la existencia de Kevin Costner. Yo hacía lo que me decían. Llegué a primer base (¿se dice así?) y escuchaba “seguí, seguí”, a segunda, a tercera y a cuarta. Marqué el tanto (o lo que sea que se denomine). Fue la única vez que todos me abrazaron. Increíble. Parecía el final de Rocky II. Sin la sangre, ni las lágrimas, ni Talia Shire.