domingo, 29 de septiembre de 2013

La Escuelita



Hace un par de meses escribí un post donde, fundamentalmente, contaba de mi paso por el Colegio EE.UU. de América de San Martín. Básicamente me refería a la escuela secundaria, con algún que otro recuerdo de la primaria y de algunas personas que conocí allí. Pero claramente, era un post sobre los años de secundaria. Contaba poco, o casi nada, de “La Escuelita”, ese edificio de la vuelta, lo que en la jerga institucional era, pomposamente, el Departamento de Aplicación.

Un viejo edificio, con aulas de techo alto. Casi todas rodeando un patio interior, de techo de chapa. Un edificio no propio. De hecho, la única vez que mis viejos fueron a una reunión de padres, había sido allá por el 78, porque la sucesión dueña del edificio (¿los Pueyrredon?) iba a reclamar el mismo y “nos íbamos a quedar sin escuela”. Eso implicaba que no tendríamos edificio donde estudiar. El mangaso, esa vez, vino por el lado de la rifa de un coche. Cada familia tenía que vender cuatro números a un precio bastante alto (serían como $1000.- de ahora por número). La mayoría, estoy seguro, terminó autocomprando la rifa. No se en definitiva quien ganó el coche. Pero el edificio sigue ahí. Si bien no funciona ya la primaria (que pasó al edificio nuevo que se terminó de construir cuando estábamos terminando la secundaria), ahora funciona allí el profesorado.

Hace poco ví en Factbook una foto de la fiesta de graduación, un baile en el patio techado, puede que para muchos el primer asalto. Poco después de ver esa foto, volví a entrar al edificio, ya que algunas de las reuniones de la Asociación de ex alumnos se hacen allí por cuestiones prácticas.

Literalmente el edificio se cae. El patio descubierto, otrora canchita de fútbol en los recreos, partido al medio por una dudosa huerta. El baño de varones (una letrina en nuestra época), no existe más, hay un mingitorio al lado de la casa de la portera y donde estaba antes, creo, hay una especie de vivero. El de mujeres debe seguir siendo el mismo.

El escenario, donde en 1984 con los chicos de tercero séptima hicimos una obra de teatro para juntar ropa y mandar a escuelas de La Rioja (bah, una escusa, en realidad era para promocionar Latín, pero no lo vamos a decir porque la profesora de esa materia sigue en la escuela), hace dos o tres meses estaba casi desguazado, hoy directamente no existe y está tapiado.

La cocinita de portería, que otrora nos albergaba ya que Nelly, la encargada de la tarde, era la madre de una de nuestras compañeras (y se encargaba además de juntar la plata para el viaje de egresados), sigue en el mismo lugar, pero literalmente vacía, solo un anafe (en esto me falla la memoria, tal vez hace treinta años estaba igual, pero antes no me parecía vacía y ahora si).

Ya no existe el aula de música, esa en donde Egle me rechazó para formar parte del coro (aún no entiendo esa arbitraria decisión).

¿Porque este post? No se, es domingo a la tarde, el reportaje a Cris me aburre y me da pena el estado de ese edificio, tal vez porque refleje el estado actual de la educación. Sigue siendo, por lo que me comentaron, un edificio alquilado. A raíz de ello, nadie pone un mango.

Como arruinar un libro en 95 minutos



Domingo a la mañana, capricho de preadolescente, ver la película de su libro favorito en la semana del estreno, so pena del trauma que podría generarle que sus compañeras la vean primero. Explicación de padre moderno: “trauma te genera que durante dos meses tu mamá te prometa llevarte a ver La Guerra de las galaxias y no lo haga, llegando a la zaga más grande de la historia del cine con seis años de diferencia, no perderte una película producida por Tristán Bauer”…, el argumento no convence. Así que allá vamos, en el horario que van los padres divorciados, mientras en casa Paula prepara la comida.
(Aclaremos que leí casi todos los libros de “Caídos del mapa”, así como, salvando las distancias, leí los de Harry Potter (e incluso uso uno de ellos como ejemplo cuando explico Parlamentarismo de Westminster en el CBC). La razón oculta, que un día me inspire yo, cree una zaga exitosa y me haga millonario. Pero ese día no llega…).
Siempre que me preguntan, sobre todo en las clases de comunicación, si me gusta el cine argentino, respondo con un categórico y antipático “NO” (reconozco que lo de antipático no me cuesta mucho). Ante el más incisivo interrogante “¿por qué?”, mis respuesta pueden variar: la falta de guiones originales, la pésima iluminación, los actores de cabotaje, el maquillaje berreta (que llega al paroxismo justamente en “El secreto de sus ojos”), el asonido (léase falta de sonido), el tonto argumento “hay que ver cine argentino porque es nuestro”, la idea de que malos actores se hacen buenos actores porque hacen un personaje “distinto” en el cine (Francella, por ejemplo). El argumento varía según el interlocutor. Pero, sencillamente, no veo cine argentino porque me aburre, me parece reiterativo, autorreferente y autoindulgente. Una muestra más de la decadencia social en la que nos vemos inmersos y que se acentuó en al última década.
Con esta aclaración, vamos a los hechos. Fuimos al cine. Desde el vamos se nota lo perverso de los capos de Cinemark. O del programador. Antes de la película argenta, te meten cuatro avances (o colas) de súper producciones de hollywoodenses en las que se nota que se invirtió solo en el armado de la promoción más que en toda la película argentina que estás por ver.
El contraste entre el sonido de esos avances con el del sonido de la película que empieza es notable. Arriba dije asonido (no se si existe la palabra y no tengo ganas de ir a la RAE). La película no tiene sonido. Ni siquiera sonido ambiente: transcurre en un colegio, es decir, con meter un montón de pibes hablando a la vez y gritando ya tenés el 50% de la banda sonora de la película. Pero no, eso al sonidista no se le ocurrió. La fotografía no existe. El montaje tiene problemas de continuidad serios.
Básicamente, más allá de estas cuestiones técnicas, el problema de la película es que falla justamente en aquello en lo que el libro funciona. La relación entre los chicos. Cero química entre ellos. Inexpresivos al máximo, no generan un solo gesto de complicidad con una platea a la que no sentí reír en ningún momento. En un momento llegué a la conclusión que un viejo capítulo de Señorita Maestra tenía más credibilidad.
La amistad, el hilo conductor de los diez libros, no está en ninguna parte. Las (sobre) actuaciones de los adultos no ayudan. No generan empatía ni gracia, aunque lo pretendan en su estereotipación.
Apenas empezada la película, mandé un mensaje a mi mujer (nunca en toda mi vida había mandando un mensaje desde mi celular durante la película), pero me urgía hacerlo “por qué hacemos tan mal lo que los yanquis hacen tan bien”. Mientras escribo esto, veo en twitter un hashtag que dice #HollywoodMiente. Puede ser, pero saben que, cuando #HollywoodMiente le creo. En cambio, cuando el ¿cine? argentino miente me aburro.