lunes, 1 de mayo de 2017

Veinte (23) años después

(Publicado hace tres años, con correcciones, porque el público se renueva)

"Venite mañana a la tarde, a las dos y media, a mi oficina. Te conseguí trabajo", me tiró esa noche Guillermo. Eso quería decir, básicamente, que había encontrado un conchabo que me permitía militar a la vez que hacer tareas part time como las que mi amigo tenía. No sabía como venía la mano. Pero con mi traje y casiunicacorbata, estaba el día siguiente en Suipacha al 700, esperando que Guille llegara con el que también sería mi (supuesto) jefe. Presentó a un mexicano de bigote poco poblado, que enseguida daba la sensación de que no era quien cortaba el bacalao. Esa entrevista duro poco menos de cinco minutos. Al rato entramos a la verdadera. La reunión en la oficina del dueño de Cúspide. Y ahí se definió todo. Entraba a trabajar a Prentice Hall. En un conchabo medio raro. Promocionábamos para PHH pero reportábamos a los Gil Paricio en Buenos Aires. Nos mandaban un cheque desde México y el trabajo era (al menos por un par de meses) part time. Cobrábamos en dólares que, si bien corrían las reglas de la convertibilidad, no dejaban de ser billetes verdes. De casualidad un día me crucé con Leandro de Sagastizabal, estaba iniciando su partida de Cúspide y su llegada a Planeta. Pero además buscaba docentes para un par de comisiones del CBC. Y en la misma semana que empecé a trabajar en PHH entre a dar clases en Paseo Colón.
Mi vida laboral en el ámbito editorial pudo haber durado poco. A la semana de estar en PHH, tenia que esperar que pasara Guillermo a buscarme para "entrenarme". Como no llegaba me puse a acomodar libros en una estantería. Como a la hora apareció y nos cruzamos a Doppo para almorzar. Dos minutos después de irnos de la oficina, toda la estantería se vino abajo, exactamante sobre el escritorio en el que había estado esperando. Los estantes podrían haberme decapitado. Evidentemente no era ese día. Ese mismo año, volvíamos de Mendoza en Lapa y casi nos venimos abajo. Nadie nos había avisado que el trabajo editorial era una profesión de riesgo.
Ahí empezó mi aventura en el mundo del libro. Entre 1994 y 1998, promotor en PHH. En el 98 empezamos a despegar de Cúspide y se armaron las gerencias regionales. Cayó un jefazo de USA que nos dijo "les vamos a cambiar la vida". Y cumplió. Al poco tiempo estábamos iniciando el start up de Pearson en Argentina y Cono Sur. Jornadas laborales de más de catorce horas en un edificio vacío que casi se caía al río. De un día para otro, aprender a armar una empresa. Menos mal que éramos politólogos y sabíamos un montón de números (cuac..). La pivoteamos bien. Teníamos un sudafricano de origen inglés como jefe que sabía menos español que nosotros su idioma. Además, era musulmán, pero chupaba Margaritas más que nosotros mate. El tipo se copó y confió en nosotros. Pero lo bueno dura poco. Un día el Ruso encuentra un fax (para los más jóvenes les sugiero que gugleen la palabra) donde daba a entender que renunciaba. Y ahí nos cayó un gallego-chileno cabrón a enseñarnos como era el mercado de libros universitarios en Argentina. Se entiende que nunca congeniamos, no? Su único tema de conversación eran los autos. Cero onda conmigo. Pero la llevamos dos años. Hasta que blanqueó que quería poner a su amigo en mi lugar. Y así fue. Claro, en el proceso posterior las ventas bajaron escalonadamente de ahí en más y la crisis se cargó todo el equipo que había armado la editorial.
No importa. Al año ya estábamos trabajando en Planeta. De nuevo un start up. Esta vez de Ariel y Crítica. Dos sellasos! Pero siempre hay un pero. Uno que se enoja porque a la semana de estar ahí me mandan a España. Y lo más lindo es que yo no tenía la menor gana de viajar. Estaba por nacer Carla y no quería irme. Pero fuí. Creo que nunca nadie entendió que se pretendía hacer con esos sellos. Ni los gallegos ni los de acá. Pero el Negro Pérez me bancó y durante un par de años laburé bárbaro en Planeta. Pero lo bueno siempre dura poco. Cambio de mando y Planeta que compra Paidós o, como decía Paula "parece que Paidós compró a Planeta". De nuevo en poco tiempo a buscar nuevos rumbos. Eso si, a la larga todos afuera de nuevo, incluso el progreeditor que había fundado Crítica. Y siempre con salidas dudosas.
Enseguida entramos a Gedisa. Los seis meses mas bizarros de mi vida en el mundo editorial. La editorial funciona en una casa embrujada y derruida. El dueño es un señor mayor, ermitaño peleado con su hijo que maneja todo desde España, y que atiende a la gente con las camisas rotas en escritorios mugrientos con restos de comida del día anterior (este Sr. vive allí, aun hoy en 2017). El baño del lugar, una letrina en el medio del patio. Un día vino un tapista que padece de esclerosis múltiple. No puedan imaginarse lo que fue llevarlo al baño. Tendría que haber hecho caso de la cara que Augusto me puso cuando le comenté que había entrado ahí. Una anécdota pinta el lugar y al dueño: en una ocasión le pidió a un administrativo que contara todas las hojas de una resma para confirmar que tuviese 500. En fin.
Al año siguiente veo en el diario una búsqueda de Siglo XXI. Raro, le consulto a un ex jefe de Planeta si sabía algo ya que su hijo era el gerente de esa editorial. No tenía la más mínima idea: "Si lo echaron no me comentó nada". En realidad era para SXXI de España. Uf. Otro inglés. A los cinco mínutos de contratarme ya querían que me haga cargo de la residencia de la empresa en Argentina y, claro, del plan de salvataje de la misma. Todo con abogados en el medio. Y juicios cruzados entre las siglos de España, México y Argentina. A esa altura algo había entendido. Arreglé por cuatro meses. Y compromiso de pago en efectivo. Lo que costó cobrar.
Después de eso, solo free lance o proyectos llave en mano. Y una casi exclusividad con Eudeba, gracias a Gonzalo y a Luis que, más que una puerta, abrieron un portón y hacen que trabaje cómodo como nunca. Casi como en las viejas oficinas de Suipacha 774, cuando empezábamos los primeros palotes en esto del libro.
Pasaron veinte años. No recuerdo la fecha exacta, pero fue a mediados de marzo. En el medio conocí grandes tipos, que me enseñaron todo: Joaquín, Horacio, Guillermo (creo que también aprendimos juntos muchas cosas), el Negro Pérez, Alberto Martínez, con quien en su primera gira de dos días en Buenos Aires conocí a casi todos en el mundo editorial de la Argentina. Y otros olvidables, sinceramente olvidables.
Trabaje con muchos amigos. Muchos dejaron de serlo, por el tiempo o por el exceso de confianza que se tomaron. Solo una vez tuve que echar a alguién y eso después de darle mas de un año de changüi. Pude comprar mi casa gracias a los autores que me tocaron en suerte: No es que tengo el tapizado forrado con la piel de ellos (como diría Charly García) pero la pieza de mi hija se llama Philip Kotler en honor al padre del marketing moderno. 
Viajé por muchos lugares. A veces la pasé bien y otras mal. Estando en PHH una vez un pseudo jefe insinuó que no trabajábamos. Lo meti en una gira en micro (Buenos Aires-Mar del Plata-Rio Cuarto-Córdoba-Río Cuarto-Buenos Aires) que casi lo deja llorando.
Me robaron un par de ideas. Algunas veces me callé y otras puteé y se me cerró alguna puerta por eso. Inventé un par de autores. Algunos me lo agradecen y otros se hacen los boludos (o boludas). Edité tipos que nunca podrían haber publicado ni un cuento. Y vendieron. También algunos lo agradecen y otros no. Reescribí varios libros. Pero no vamos a decir cuáles. Tuve, claro, varios fracasos. Pero la mayoría de ellos no fueron por errarle en el tema o en el autor sino porque los (nos) dejaron a pata.

Me angustié por no saber si asistiría gente a la presentación de algún libro. Y me recontrapusecontento cuando quedaron doscientas personas sin poder entrar a la presentación de un libro que edité (incluso un par de ex ministros de la Nación).
Pude hablar con Alfonsín para pedirle el prólogo de un libro. Y el viejo, que asumía compromisos de los más disímiles, me mandó un prólogo de cuarenta páginas, para el que se tomo un fin de semana completo para preparar. Nadie daba dos mangos que lo iba a conseguir. Más de veinte años de trabajo en el mundo editorial. Espero la cena homenaje y un reloj en dos años.

martes, 4 de abril de 2017

Mi NO foto con Sartori

Fue durante el congreso de la IPSA que se hizo en Buenos Aires en 1991. En esa época no había celulares, o si alguien tenía uno eran esos ladrillos o valijas y obviamente que nosotros, estudiantes, no accedíamos a los mismos. Apenas si alguno tenía una cámara con rollo chato o rollo común de 24 o 36 fotos. A nosotros nos tocó administrar el paper room. Fueron los tres días que trabaje (gratis) más intensamente en mi vida: los expositores llegaban, dejaban su paper, por el grado de importancia se definía cantidad a imprimir y cada dos horas nos ibamos a Laiglon a hacer las copias y traerlas de nuevo. Mientras, había que controlar la venta y la facturación de esos papers. Por ahí teníamos dando vuelta a Paramio, O'Donnell, Schmitter y otros grandes mas. Entre ellos Sartori. En un momento pude sacarme la foto con el italiano. El fotografo disparo un par de veces y esperamos ansiosos que al día siguiente la pusiera en el panel para poder comprarla. Esperamos. La foto nunca apareció. El congreso terminó. Y mi foto no apareció. Frustrado conseguí la dirección del fotografo. Pude revisar todos los "contactos" (así se llamaban, supe años despues, a las fotitos chiquitas de prueba). Tampoco estaba la foto. Mi bronca fue mucha. Mi cholulismo académico de entonces quedó frustrado. Recordé esta anecdota hace un par de años en Mendoza, en el Congreso de la SAAP. Viaje relampago y saludo con Panebianco (con quien había estado un par de dias antes en Eudeba). Había celular. Pero casi sin carga. Otra frustración de cholulismo académico más... por suerte una chica de la organización sacó la foto con su cámara y me la mandó por Face. Después de sacarla se me acerca reconocido politólogo y dirigente político nacional y me dice "Che, ese es Panebianco, no?". Y choluleo como el que mas posando al lado de este otro tano... Yo, que el único aporte que hago a la disciplina es dar clases en el CBC, me sentí menos cholulo.

domingo, 12 de marzo de 2017

Good By Indio (actualizado)

Hace unos años escribí esta entrada. Tiene tanta vigencia como hoy. Andate Indio, no servís para nada. 


Empecemos por el principio. No me gusta el Indio Solari. No me gustan los Redondos. Jamás entendí sus letras ni me provocaron el más mínimo placer. Lo único que me gusta es el nombre que le puso a sus actuales músicos: "Los fundamentalistas del aire acondicionado". Para mi, que me considero un fundamentalista real, creo que es un justo reconocimiento.

Por qué, entonces, escribir sobre el susodicho, a quien hasta hace un par de días consideraba un ladriprogresista más? Es sencillo. Hoy lo considero el mejor ejemplo de entrepeneur capitalista que se pueda conseguir en la alicaída plaza argenta.

El hombre no negocia con los productores, es su propio productor y levanta (según los medios) unos veinticinco palitos limpios. Eso después de generar innumerables puestos de trabajo en producción, venta de entradas, seguridad, etc. Sin contar con el movimiento económico que derrama sobre las arcas de la ciudad que lo recibe, en este caso, Gualeguaychú. Una ciudad de menos de cien mil habitantes que por un fin de semana recibe unos ciento treinta mil almas de visita, que pernoctaran en los pocos hoteles que encuentren o en carpa. Que consumirán alimentos y bebidas hasta no quedar un solo pancho por vender. Que compraran souvenirs. Es decir, meterán en la ciudad, a trescientos pesos por cabeza por día, unos setenta millones de pesos. Esos le dejaran al municipio limpios por ingresos brutos unos dos millones y medio de pesos (más que la tasa por espectáculos de la cual es eximido el ¿músico? ¿empresario? ¿entrepeneur?). Sin contar que hasta el kioskero de la esquina va a tener que renovar toda su mercadería.

Sigamos. ¿El hombre dona esos veintipico de palos para la revolución? No. ¿Dona la mitad para el hospital zonal, que también seguramente verá colapsada su capacidad de atención? No. ¿Dona de cada recital un porcentaje para la familia Bullacio? No, y al fin y al cabo, por qué habría de hacerlo? ¿Reparte el dinero en cooperativa con sus músicos? No, ese era Pugliese, otro pelado insigne, comunista de los de verdad, medio stalino, pero alguna vez estuvo preso.

El hombre se la queda él. Como corresponde. Que mejor representación social del capitalismo. "Yo la genero, yo me la quedo". Tiene todo su derecho: genera puestos de trabajo, paga lo que corresponde a SADAIC (para que su ex socio artístico no se queje), moviliza la economía de una ciudad del interior que por estos días no dependerá del precio mundial de la soja, etc.

Eso es el capitalismo. El capitalismo más puro. No me vendas una revolución. O si, vendela.

PS: Todos se maravillan con la película Good Bye Lenin, pero creo que nadie la entendió. En definitiva, la madre del protagonista solo quería tomar Coca Cola.

PS2: Al Indio le detectaron Parkinson y llora por todos lados con "Su Enfermedad", la hace suya, como si no hubiese otros que la padecen o padecieron. Indio: a Michael Fox se la detectaron cuando tenía 25 años y dedica su vida a buscar una cura para todos con una dignidad que nunca vos vas a tener. 

domingo, 21 de agosto de 2016

El premio



Corrían los años de la dictadura y la actividad social se había trasladado de los comités o unidades básicas barriales a las parroquias o clubes de barrio.
La Santa Teresita del Niño Jesús, sobre la calle Quiroz en Villa Ortúzar (Parroquia famosa por dos hechos relevantes, allí fui bautizado y allí se casó, hace unos años, Valeria Lynch, la vecina exitosa del barrio) tenía una asociación de padres o vecinos bastante activa. Organizaban una búsqueda del tesoro en coche por las calles del barrio, pasaban cine algunos viernes, tenían una súper kermesse durante todo octubre para festejar el día de la santa y albergaban un grupo barrial de teatro amateur.
No es casual entonces que para el Día del Niño organizaran grandes festejos con competencias y premios incluidos. Como en todo, había ganadores y perdedores. Casi como unos Juegos Olímpicos infantiles: Carreras de embolsados, pesca de la manzana, ronda de la silla y así.
Siempre que competía, salía último. No hay de que asombrarse. Lo mío nunca fueron los juegos corporales, de ningún tipo. Pero ese día pasó algo. Me anoté por descarte en uno particularmente asqueroso: había que rescatar un caramelo ácido Suchard entre un plato lleno de harina.
Supongo que éramos cinco o seis competidores, no más. A la voz de “aura” del juez (algún devoto vecino del barrio), incruté mi cabeza en el plato. Abrí mi boca, que rápidamente se convirtió en un masacote de engrudo y pesqué el caramelo. No debieron haber pasado ni dos segundos. Gané. ¡Gané! Creo que lo festejé más que el Mundial 78.
La ceremonia de premiación fue emotiva. Solo faltó cantar el himno e izar la bandera. El premio, un juego de la oca o algo por el estilo. Era un detalle, lo importante era ganar.
Es cierto que no fue la única vez que gané algo en la Iglesia. Unos meses después, en la ruleta (a la que se apostaba con chocolates también Suchard en lugar de fichas), acumule las suficientes para intercambiar por un cuadrito que creo, aun hoy, está colgado en alguna de las paredes de Victorica. Pero en la timba, a diferencia de mi viejo, casi siempre me fue bien.
(Para Carla, que a veces mete goles en handball).

domingo, 24 de julio de 2016

El quilombero



Aníbal contó la anécdota, desconocida por los protagonistas, en varias oportunidades. Siempre igual, sin cambios. Le doy credibilidad entonces.
Corría el verano del 82 y, sabiendo ya que división le había tocado en suerte, 1ro 8va, con latín e inglés como idiomas a estudiar, buscó información de los compañeros desconocidos que le habían tocado en suerte (o desgracia). Las fuentes consultadas fueron creíbles y contundentes. Para Marcelo, “UUU, te tocó con Lopre, un terrible quilombero”. Fernando ratificó: “UUU, Silvio, otro que se las trae, un enano maldito…”. Conocidos del club, de diferentes cursos en la primaria, coincidían en el diagnóstico de dos de los camaradas que cursarían con Aníbal los siguientes cinco años.
Siempre pensé que Marcelo, al referirse a mí, estaba haciéndole una joda. No me consideraba un tipo quilombero, más bien todo lo contrario. Callado, tirando a tímido, asustadizo y lejos de ser de los que sobresaliesen, alumno normal tirando a bueno, de los que nunca llegan a ser abanderados por nota.
Pero de tantas veces que contó la historia traté de hacer un revival de mi primer año en la escuela.
Y al menos tres hechos de ese 1982 ratifican la lapidaria definición de Marcelo quien hoy vive en el extranjero y tal vez, si lee esta historia, podrá o no ratificar lo que cuenta en cada cena que nos encontramos Aníbal.
Tuvimos un profesor de historia que aburría. Aburría porque adelantaba. Pero sus clases eran caóticas. Era el hombre darse vuelta para escribir en el pizarrón y que detrás volara de todo. De todo. Tizas, cuadernos, carpetas, panes y lo que venga. En mi caso nunca tuve puntería para nada y se me ocurrió tirar una goma de borrar. Claro, no calculé que la goma rebota más que el papel. La carambola dio en la espalda del profesor. Fue la única vez que lo vimos enojado. Se dio vuelta y gritó “Quien fue…”. Nadie habló. Aun hoy me avergüenzo cuando lo escribo. Terrible pendejo pelotudo yo. Zafé de amonestaciones gracias al silencio cómplice del resto de las cincuenta almas que cursábamos ese día. Perdón profe, fui yo y mi torpeza congénita. Espero me lea desde el cielo.
Otra vuelta había que recoger los bollos de papel que quedaban en el piso después de las guerras internas de los recreos. Yo no había participado de la batalla. Chico tímido habré perdido el evento en tardar más de la cuenta en la cola de la cantina pidiéndole a Daniel una bola de fraile. Esas terribles bombas que combinadas con el peor café del condado hacían estragos en nuestros adolescentes sistemas digestivos. No sé por qué, cuando entré al curso, situado en las antiguas barracas del colegio, que fueran demolidas al año siguiente para comenzar a construir el edificio nuevo, me empeciné en tratar de meter un bollo de papel utilizando los tacos de mis pies, al estilo maradoniano. Entiendan que yo era, y soy, incapaz de patear una pelota. Era imposible lo que pretendía. Pero cabeza dura, insistía. El preceptor varias veces me indicó primero que terminara con el jueguito. Varias veces tal vez fueron solo dos o tres. Suficientes en la aun rígida educación de esos tiempos. A la dirección directo. No sé, pero me salió revelarme y gritarle. Creo que el reto posterior y algún cruce milagroso hizo que no me pusieran amonestaciones. A esta altura ya hubiese acumulado 10 (con las cinco que me tendría que haber puesto el profe de historia). Perdón Omar, si lees, tenías toda la razón ese día.
Pero debuté pronto, en esto de las amonestaciones, eh. La premonición de Marcelo y de Fernando se cumplió, para mala suerte de Aníbal. Nos juntábamos a la entrada los tres: Silvio, Aníbal y yo. La consigna diaria era la misma, tres bancos, los dos primeros en llegar se sentaban juntos. El otro, se cagaba de embole el resto de la mañana solo. Entonces entrábamos corriendo. Ese día, la jefa de preceptores andaba por ahí. Directo a firmar el parte de amonestaciones. Cinco que podrían haber sido diez. A las veinticinco, de salida del colegio. Sin atenuantes. Ese año me hubiese merecido quince.
En los años siguientes me vi directa o indirectamente involucrado en varios quilombos o cagadas más. Podría hacerme el héroe y decir que fue por mi “actividad política de lucha”. Pero no. Siempre fue por boludo. En tercero me harté de un compañero que me vivía gastando y bajando las escales lo golpee con un bolso (de los de tela de avión que usábamos ese año). El pibe, obvio, reaccionó. En la misma escalera nos agarramos a trompadas. Nos vio la Chona, temible profesora de psicología que un día en el aula llegó a discutirnos que en Sudáfrica no había apartheid (esas cosas no se olvidan, profe). El parte de 10 amonestaciones (ya en un clima menos opresivo) fue lapidario: la descripción de escenas de pugilato que sonrojarían a Tyson y Evander Holyfield).
Ya en 1985 se incorporó un pibe de otra escuela, del Cuba. En la primera semana hizo averiguaciones sobre el curso que le tocaba: sería cuarto primera. El dato fue lapidario: “No los quiere nadie, están metidos en todos los quilombos”.
Al final las fuentes de Aníbal eran confiables. Le había tocado el peor curso. El de los quilomberos.

miércoles, 29 de junio de 2016

Deportes en el recuerdo (esta no es una carta a Messi)



Falté el día que dieron las reglas del handball. Era un tiempo donde los chicos hacíamos gimnasia por un lado y las chicas por otro. El campeonato estaba caliente y mi equipo se jugaba un pase a alguna semifinal interna del colegio. Un compañero no tuvo la mejor idea que pasarme la pelota cerca de mi área (estoy seguro que no tenía otro pase, lo mío era caminar la cancha, como Messi en las finales) y yo, encerrado por dos jugadores contrarios miraba al arquero de mi equipo que me hacía señas desesperadas, interpretadas por un joven e inexperto Esteban como “pasamela, pasamela”. Claro que en realidad me decía todo lo contrario: “no, no, no”… la historia es traumática, de mi pase al arquero (prohibido en ese deporte) surgió el penal que nos dejó fuera de la definición. Me putearon lindo, todos. Me gastaron lindo, los del otro equipo. Creo que no dejé de llorar (con frustración y ganas) por el resto del día.
Era de los que elegían último en cualquier equipo. Por descarte: “bueno, dale, vení”. Contame lo que es el bulling…, en la colonia, en River, allá por mediados de los setenta, hasta el profesor me gastaba. Sufrí. De verdad. Por suerte llegó el Mundial 78 y la colonia de River se cerró por un par de años para terminar las obras del estadio. Casi que mi paso por la misma era para una película del neorelismo italiano o la nouvelle vague francesa (Los 400 golpes, un poroto).
Otra vuelta en la primaria, por esas cosas del destino, llegamos a una final de vóley contra el finalista del turno mañana. Como era contraturno, del equipo nuestro fuimos solo cuatro. Seis contra cuatro. Nos hicieron precio. Es lo más cercano que estuve de una definición. Como llegué a integrar ese equipo que al menos salió campeón de un turno, no lo sé…, me imagino que por descarte, era el séptimo jugador y no habré entrado nunca (excepto en ese partido definitorio y por el mero hecho de que faltaron al menos tres titulares). Todavía me acuerdo que después de perder, el hermano mayor de uno de mis compañeros, federado él, nos cagó a pedos y nos tiró un par de patadas correctivas…
No soy maradonista, pero cuenta una anécdota que define muy bien lo que sentíamos en cada inicio de año secundario los que no podíamos correr ni el colectivo. Entrenando para un mundial, el preparador físico lo presionaba para que rinda más en el test de Cuper. El profe le dijo que un jugador de su categoría no podía correr tan poco, o algo así. Maradona lo miró y le preguntó: “¿Y vos cuanto rendís, profe?”, la respuesta obviamente superaba la marca del jugador: “Ah sí. Bueno entonces el domingo entrá y jugá vos”. El test de Cuper era una tortura. Parte de la medición de datos biomédicos que solicitaba el Ministerio de Educación todos los años. Hablo de los años de la Dictadura y también de la etapa de la transición a la democracia. Estoy seguro que algún objetivo podía tener conocer esos datos que, en definitiva, eran anónimos. Y desvirtuados, ya que más de uno de nosotros “caminaba la pista” del viejo Tiro Federal de San Martín.
Nunca hice un gol. Pero hice medio gol. Corrían ya los años de la democracia, y el Centro de Estudiantes organizó la única actividad que podía convocar a todos los varones, comprometidos o no con la militancia política: un campeonato de fútbol. Muy bien organizado por un secretario de deportes del centro que llegó a cortar el tráfico de media ciudad de Buenos Aires para armar una bicicleteada desde San Martín hasta el Parque Saavedra (mucho antes que Nike o Adidas organizaran sus maratones). El campeonato estaba en sus postrimerías. Yo, delegado del curso, solo entre en el equipo por descarte. De nuevo, una baja importante por la internación del Bardo, me hizo pasar al equipo titular. La verdad que Pablo no estaba bien en esos días y peleaba contra una septicemia jodida. Esa mañana de sábado, en el Parque Sarmiento, nos juramos ganar. A mí, para no estorbar, me mandaron arriba: “Pegale a la pelota para adelante”, ese tipo de instrucciones había que darme. En una de esas, un balón pasa cerca de mí, a la altura de la cintura, no sé cómo, por instinto, levanté la pierna y con la punta de la zapatilla la toque, al mismo tiempo que Aníbal. Entre los dos, hicimos el gol. Después nos empataron y Silvio selló el desenlace a nuestro favor.
De todos modos, mi mayor hazaña deportiva es más lejana aún. De nuevo en la primaria. El profesor tendría, por capricho del programa, que enseñar Sófbol (o Béisbol, nunca comprendía la diferencia y creo que en Argentina el único que debe saberlo es Bonadeo). Paro los equipos, nos dio un palo de escoba (si, un palo, no un bate) y nos puso a tratar de batear. La pelota pegó en el bate que sostenía y tenía que correr. Al menos eso escuché que me gritaban. Como nadie pensó que eso pasaría, ninguno del otro equipo salió a buscarla. Los pocos que entendían el reglamento me incitaban a seguir, era lo único que escuchaba. Era mi “Campo de los sueños”, antes que supiéramos de la existencia de Kevin Costner. Yo hacía lo que me decían. Llegué a primer base (¿se dice así?) y escuchaba “seguí, seguí”, a segunda, a tercera y a cuarta. Marqué el tanto (o lo que sea que se denomine). Fue la única vez que todos me abrazaron. Increíble. Parecía el final de Rocky II. Sin la sangre, ni las lágrimas, ni Talia Shire.