domingo, 24 de julio de 2016

El quilombero



Aníbal contó la anécdota, desconocida por los protagonistas, en varias oportunidades. Siempre igual, sin cambios. Le doy credibilidad entonces.
Corría el verano del 82 y, sabiendo ya que división le había tocado en suerte, 1ro 8va, con latín e inglés como idiomas a estudiar, buscó información de los compañeros desconocidos que le habían tocado en suerte (o desgracia). Las fuentes consultadas fueron creíbles y contundentes. Para Marcelo, “UUU, te tocó con Lopre, un terrible quilombero”. Fernando ratificó: “UUU, Silvio, otro que se las trae, un enano maldito…”. Conocidos del club, de diferentes cursos en la primaria, coincidían en el diagnóstico de dos de los camaradas que cursarían con Aníbal los siguientes cinco años.
Siempre pensé que Marcelo, al referirse a mí, estaba haciéndole una joda. No me consideraba un tipo quilombero, más bien todo lo contrario. Callado, tirando a tímido, asustadizo y lejos de ser de los que sobresaliesen, alumno normal tirando a bueno, de los que nunca llegan a ser abanderados por nota.
Pero de tantas veces que contó la historia traté de hacer un revival de mi primer año en la escuela.
Y al menos tres hechos de ese 1982 ratifican la lapidaria definición de Marcelo quien hoy vive en el extranjero y tal vez, si lee esta historia, podrá o no ratificar lo que cuenta en cada cena que nos encontramos Aníbal.
Tuvimos un profesor de historia que aburría. Aburría porque adelantaba. Pero sus clases eran caóticas. Era el hombre darse vuelta para escribir en el pizarrón y que detrás volara de todo. De todo. Tizas, cuadernos, carpetas, panes y lo que venga. En mi caso nunca tuve puntería para nada y se me ocurrió tirar una goma de borrar. Claro, no calculé que la goma rebota más que el papel. La carambola dio en la espalda del profesor. Fue la única vez que lo vimos enojado. Se dio vuelta y gritó “Quien fue…”. Nadie habló. Aun hoy me avergüenzo cuando lo escribo. Terrible pendejo pelotudo yo. Zafé de amonestaciones gracias al silencio cómplice del resto de las cincuenta almas que cursábamos ese día. Perdón profe, fui yo y mi torpeza congénita. Espero me lea desde el cielo.
Otra vuelta había que recoger los bollos de papel que quedaban en el piso después de las guerras internas de los recreos. Yo no había participado de la batalla. Chico tímido habré perdido el evento en tardar más de la cuenta en la cola de la cantina pidiéndole a Daniel una bola de fraile. Esas terribles bombas que combinadas con el peor café del condado hacían estragos en nuestros adolescentes sistemas digestivos. No sé por qué, cuando entré al curso, situado en las antiguas barracas del colegio, que fueran demolidas al año siguiente para comenzar a construir el edificio nuevo, me empeciné en tratar de meter un bollo de papel utilizando los tacos de mis pies, al estilo maradoniano. Entiendan que yo era, y soy, incapaz de patear una pelota. Era imposible lo que pretendía. Pero cabeza dura, insistía. El preceptor varias veces me indicó primero que terminara con el jueguito. Varias veces tal vez fueron solo dos o tres. Suficientes en la aun rígida educación de esos tiempos. A la dirección directo. No sé, pero me salió revelarme y gritarle. Creo que el reto posterior y algún cruce milagroso hizo que no me pusieran amonestaciones. A esta altura ya hubiese acumulado 10 (con las cinco que me tendría que haber puesto el profe de historia). Perdón Omar, si lees, tenías toda la razón ese día.
Pero debuté pronto, en esto de las amonestaciones, eh. La premonición de Marcelo y de Fernando se cumplió, para mala suerte de Aníbal. Nos juntábamos a la entrada los tres: Silvio, Aníbal y yo. La consigna diaria era la misma, tres bancos, los dos primeros en llegar se sentaban juntos. El otro, se cagaba de embole el resto de la mañana solo. Entonces entrábamos corriendo. Ese día, la jefa de preceptores andaba por ahí. Directo a firmar el parte de amonestaciones. Cinco que podrían haber sido diez. A las veinticinco, de salida del colegio. Sin atenuantes. Ese año me hubiese merecido quince.
En los años siguientes me vi directa o indirectamente involucrado en varios quilombos o cagadas más. Podría hacerme el héroe y decir que fue por mi “actividad política de lucha”. Pero no. Siempre fue por boludo. En tercero me harté de un compañero que me vivía gastando y bajando las escales lo golpee con un bolso (de los de tela de avión que usábamos ese año). El pibe, obvio, reaccionó. En la misma escalera nos agarramos a trompadas. Nos vio la Chona, temible profesora de psicología que un día en el aula llegó a discutirnos que en Sudáfrica no había apartheid (esas cosas no se olvidan, profe). El parte de 10 amonestaciones (ya en un clima menos opresivo) fue lapidario: la descripción de escenas de pugilato que sonrojarían a Tyson y Evander Holyfield).
Ya en 1985 se incorporó un pibe de otra escuela, del Cuba. En la primera semana hizo averiguaciones sobre el curso que le tocaba: sería cuarto primera. El dato fue lapidario: “No los quiere nadie, están metidos en todos los quilombos”.
Al final las fuentes de Aníbal eran confiables. Le había tocado el peor curso. El de los quilomberos.