Casciari se equivoca. Una vez más. No me gusta Casciari.
Está, para mí, en el panteón de los vendehumo, ahí al costadito de Bielsa y
de Caruzzo. Pero también con los mocasines gastados de Néstor y el pelo al
viento de Evita.
Escribe y habla lindo. No lo vamos a negar. Mejor que
muchos. Mejor que yo. Igual, el problema no es Casciari. Allá él, cuando se
sitúa en ese dudoso punto neutral de creerse diferente al resto y que sus
productos culturales deben sortear barreras aduaneras porque son populares y
progres. Conmigo no. O pasan todos o somos el país que somos.
El juguete que rompimos es otro. No el fútbol. Y lo
jugábamos mejor que al fútbol. Y mejor aún porque éramos [casi] todos del mismo
equipo. Otra que la mitad más uno. Éramos la mitad más muchos.
Nos poníamos todos la misma camiseta. En la tele hasta se
hacían novelas sobre nuestro equipo. Cantábamos las mismas canciones y nos
emocionaban las mismas jugadas. No necesitábamos hablar de inclusión porque
éramos todos del mismo club. El barrio nos contenía. Pero el club rompía
barreras sociales. Y no se dejaba arrastrar por tontas divisiones religiosas o
políticas. Y menos laborales.
El club tenía sus ídolos. Si uno de esos estaba al frente de
tu grupo, eras feliz. Podían tocarte otros, tal vez un poco menos copados. Pero
igual los respetaba porque tenían ciertas herramientas que a la larga te hacían
lo que ibas a ser.
Pero un día empezamos a abandonar el club. Dejamos que el
pasto crezca y que nadie extirpe las malezas. Agarramos los mapas y empezamos,
contra toda lógica, a ponerlos al revés. Pusimos en tela de juicio todo. Y los
mejores dirigentes del club decidieron irse. Desde la AFA de esos clubes (que
no era la Asociación del Fútbol Argentino) hicieron más laxas las reglas.
Cambiaron los reglamentos y la manera de jugar el juego que se jugaba en esos
clubes. La camiseta, esa tan linda y tan blanca que nos poníamos, no importó
más. Las canciones empezaron a ser diferentes. Ahora había que cantarlas más
fuerte, casi como las barrabravas en la cancha. Abrazados todos como rugbiers.
Y sin darnos cuenta, o mejor dicho, mirando para otro lado,
el club se fue fundiendo de a poco. Le fuimos quitando el contenido. O, lo que
es peor, dejamos que sus mejores recursos humanos lo abandonen. Esos que le
daban diversidad y equidad. Empezamos a hablar de esos conceptos justo cuando
se los estábamos quitando.
Le quitamos lo más lindo que tenía el club. El valor de la
idea del progreso y del ascenso social. Dejamos que el club se fuese al
descenso.
Entonces, no rompimos ese juguete del cual habla Casciari en
su relato (insisto, lindo relato, aunque no me guste el autor). Rompimos otro.
Más caro. Más antiguo. Casi tan añoso como los años que cumple el país. Y con eso rompimos todo.