jueves, 23 de enero de 2014

Con La Tablada no tengo nada que ver



No recuerdo muy bien que estaba haciendo esa mañana. Al fin de cuentas, pasaron exactamente 25 años. Lo que se recuerdo es que, paradójicamente, me generó más angustia que las asonadas militares de Rico y Seineldín (y eso que tuvimos una muy grosa en diciembre del 88, con orden de agarrar el pasaporte por las dudas y posteriores y fuertes pases de factura en la agrupación porque no todos habían estado en el Congreso).

Si fuese psicoanalista o me hubiese analizado alguna vez, trataría de dar una respuesta a esa angustia. Pero siempre me plantee, en ese sentido, una respuesta sencilla. O más bien, una pregunta, ¿qué corno hace que pibes de mi misma edad piensen que pueden hacer frente a hombres entrenados y asignados para ejercer el monopolio violento legitimado por el Estado? Pongamos que estamos en una tiranía o gobierno autoritario. Tal vez hasta esté justificado el sacrificio individual y colectivo. Pero ese día transitábamos un gobierno legítimamente democrático. Es más, el intento democrático anterior (1973-1976) y este iniciado en 1983 se podían igualar en un solo aspecto, ambos fueron experiencias únicas (hasta ese momento) sin proscripciones.

Pero allá fueron 80 tarados a “impedir” (argumento falaz y capsioso) que los carapintadas tomaran el poder. En realidad, a buscar tomar el poder, alimentados por los argumentos desquiciados de un tipo nefasto: Gorriarán Merlo (cabe aclarar que su propia orga militarizada lo había degradado oportunamente por inútil). Y estos fueron al muere. Incluso uno de los imbéciles llevó a su hijo menor. Y entraron al cuartel. Donde lo primero que encontraron fueron colimbas haciendo la guardia (no se, tal vez eran tan ingenuos que pensaron que un general iba a estar haciendo guardia). Los subnormales estos pensaron que la entelequia “pueblo” iba a acompañarlos. Graciosamente atroz, el Pepe pensaba lo mismo en el 83, que volvía, en Ezeiza lo esperaban las masas que lo llevarían en andas hasta la Casa Rosada para cogobernar con Alfonsín.

Si fue una operación de inteligencia o les habían puesto una trampa, no lo se ni se sabrá nunca. No me toca ese análisis. Si lo fue, se supone que entre estos nuevos imberbes había tipos políticamente experimentados (se supone, hoy creo que todos estarían hablando huevadas en el panel de 678).

La historia es conocida, los milicos defendieron el cuartel, mataron unos cuantos y habrían chupado un par. Gorriaran huyó, con el apoyo de los pocos compas que “comprendieron que todo estaba perdido pero había que salvar la conducción” y apareció años después. Los sobrevivientes fueron presos y algunos terminaron su condena en España (en uso de tratados de extradición por doble ciudadanía), en algún momento de los noventa agarraron de las pestañas a Gorriarán que también, esta vez, fue preso. Algunos políticos aprovecharon que un par de los caídos tenían lazos familiares con dirigentes radicales para meter a la Franja y a la Coordinadora en la volteada. Incluso un ex presidente democrático cometió una de las últimas infamias de su vida, con esta acusación. Y más de uno quemó agendas donde podía haber un teléfono o nombre comprometedor (yo lo hice borrando el de un mediocre profesor de FSOC, el primero en abrirse de gambas y mirar para otro lado).

Años después, en un exitoso programa de TV, un activista increpó a un De La Rua incomodo sobre “la huelga de hambre que estaban haciendo los pibes y que se estaban muriendo (supongo que de hambre)”. El mareado ex presidente no supo que hacer. Y terminó salvado por el Oso Arturo (El de Tinelli, no el del Zoo de Mendoza). Tal vez, tal vez, la historia hubiese sido otra si Chupete hubiese respondido: “Que se jodan, por haber atentado contra la democracia”. A veces, eso cuanta como un gesto de autoridad que De La Rúa estaba perdiendo.

sábado, 11 de enero de 2014

Los setenta fueron una mierda.



Vamos a decirlo directo desde el principio: los años setenta fueron una mierda. No hay nada que reivindicar. Ni la política ni la economía. En el plano económico, arrancamos con el final de las políticas corporativas y desarrollistas llevadas adelante por Onganía, para pasar a experimentar con un populismo a la argentina de Gelbard, un ajuste feroz de Rodrigo, el liberalismo a ultranza de Martínez de Hoz, populismo a la Viola y de nuevo ajuste a lo Alemann. Todo eso en la friolera de tan solo diez u once años. Al menos, desde el retorno a la democracia los planes económicos, empezando por el Austral, duran un par de años más. Incluso el “modelo” actual.

Pero lo que me interesa es detenerme un instante en la cuestión política. Al final de La Voluntad, uno de los protagonistas (actualmente funcionario público) dice algo así como “no entendíamos la democracia como modo de resolver problemas”. A confesión de parte…, es decir, les interesaba poco o nada la democracia. Creían en esa entente indefinida denominada “revolución”. Pasan los años y me pregunto, que es la “revolución”. Nadie lo sabe explicar. Es la revolución del año 1910 en México, que derivó en setenta años de gobiernos priistas? O es la revolución rusa, que mantuvo toda la burocracia zarista y los mandos militares y diplomáticos, casi un golpe de estado al uso moderno. Tal vez sea la revolución cubana, donde cincuenta años después sigue gobernando la familia Castro, casi una monarquía revolucionaria (ya que estamos, podrían aclararme en este ejemplo cual es la diferencia con la revolución que llevó adelante en España Francisco Franco?).

Hace un par de años, con motivo de la toma de una facultad nacional, off the record un periodista comentó “nosotros matábamos gente, no se quejen de los chicos”. Frase esta dirigida a funcionarios de la facultad protagonistas de los setenta y que no podían (o no sabían) resolver el conflicto. Suena irónico, pero era así. Ellos mataban gente. De un lado y del otro. Algo totalmente asumido y naturalizado.

Ahora bien, esta locura atravesó todos los ámbitos sociales. Escritores que donaban sus derechos de autor a las orgas revolucionarias. Poetas que grababan manifiestos revolucionarios en discos clandestinos. Cantantes que escribían canciones revolucionarias o escondían el producto de los secuestros en los primeros paraísos fiscales.

Visto a la distancia, cuarenta años después, una lectura objetiva no nos debería dar más que un balance negativo de esos años. Pero no. No es lo que sucede. Y en esto no creo que sea (única) responsabilidad de las actuales políticas reivindicativas (en términos académicos “de la memoria”) por parte del gobierno. Creo que el problema es más profundo aún.

Existe, sobre todo en la progresía cultural, un complejo de culpa sobre los ochenta. Es decir, sobre el triunfo de Alfonsín. La mayor parte de estos sectores parten de una base que podría ser: “que bueno que ganó Alfonsín, pero que lastima que perdió el peronismo”. Es algo que se viene observando desde, al menos, el año 1985, cuando estos sectores culturales empiezan a alejarse del primigenio alfonsinismo, para dar el salto final después del nunca reivindicado (por el partido radical, sobre todo) “felices pascuas” de Alfonsín cuando resuelve el intento de asonada militar de Aldo Rico (un dato interesante, el propio Aldo Rico termina hablando bien de Alfonsín en la biografía recientemente editada del líder radical).

Es decir, esta progresía cultural, en su afán de despegarse de la teoría de los dos demonios, termina recreando una nueva dicotomía: de un lado el terrorismo de Estado, del otro la tibieza radical, y en el medio los sectores “populares” y sus líderes que solo buscan la felicidad del pueblo.

Lo interesante de todo esto es que sectores que viven criticando la obediencia debida, el punto final y los “30 muertos” de De la Rúa, jamás han hecho una autocrítica de su propia responsabilidad durante esos años. No pretendo que personajes nefastos como Firmenich o Perdía lo hagan. Me refiero a aquellos que desde un lugar de superficie dieron un guiño a esquemas mesiánicos y militarizados.

Esta falta de autocrítica por dichos sectores, sumada a la desangelización que se hace desde la actualidad de los protagonistas de dicha etapa (los chicos solo pedían un boleto estudiantil, los compañeros de Trelew enfrentaban una requisa, Walsh era un buen escritor y el mejor periodista, etc.) que daría vergüenza a los propios actores de esa época, hace que nos encontremos en la situación actual, donde un pibe cuyo único acto militante (valido, por cierto) es tomar un colegio, cree que es la viva reencarnación del Che Guevara.

Es momento de empezar a poner los hechos en su lugar, aunque no es siquiera novedoso. La obra canónica sobre la época (de nuevo, La Voluntad) ya lo planteaba descarnadamente.

En general, cuando hablo con militantes políticos de la etapa que no participaron de alguna organización guerrillera (como el ERP o Montoneros) coinciden en una categorización sobre los protagonistas y los definen con palabras tales como “mesiánicos” o la menos políticamente correcta frase de “eran unos hijos de puta, militarizados peor que los milicos”.

En fin, que los setenta fueron una mierda. Que es hora (como lo hace Birmajer en Clarín del 11 de enero de 2014) de reivindicar el Felices Pascuas, porque en definitiva era la demostración de que la democracia si servía para resolver problemas (o como más académicamente suele definir un conocido politólogo, las elecciones sirven para rutinizar en el conflicto político).