No recuerdo muy bien que estaba haciendo esa mañana.
Al fin de cuentas, pasaron exactamente 25 años. Lo que se recuerdo es que, paradójicamente,
me generó más angustia que las asonadas militares de Rico y Seineldín (y eso
que tuvimos una muy grosa en diciembre del 88, con orden de agarrar el
pasaporte por las dudas y posteriores y fuertes pases de factura en la agrupación
porque no todos habían estado en el Congreso).
Si fuese psicoanalista o me hubiese analizado alguna
vez, trataría de dar una respuesta a esa angustia. Pero siempre me plantee, en
ese sentido, una respuesta sencilla. O más bien, una pregunta, ¿qué corno hace
que pibes de mi misma edad piensen que pueden hacer frente a hombres entrenados
y asignados para ejercer el monopolio violento legitimado por el Estado? Pongamos
que estamos en una tiranía o gobierno autoritario. Tal vez hasta esté
justificado el sacrificio individual y colectivo. Pero ese día transitábamos un
gobierno legítimamente democrático. Es más, el intento democrático anterior
(1973-1976) y este iniciado en 1983 se podían igualar en un solo aspecto, ambos
fueron experiencias únicas (hasta ese momento) sin proscripciones.
Pero allá fueron 80 tarados a “impedir” (argumento
falaz y capsioso) que los carapintadas tomaran el poder. En realidad, a buscar
tomar el poder, alimentados por los argumentos desquiciados de un tipo nefasto:
Gorriarán Merlo (cabe aclarar que su propia orga militarizada lo había
degradado oportunamente por inútil). Y estos fueron al muere. Incluso uno de
los imbéciles llevó a su hijo menor. Y entraron al cuartel. Donde lo primero
que encontraron fueron colimbas haciendo la guardia (no se, tal vez eran tan
ingenuos que pensaron que un general iba a estar haciendo guardia). Los
subnormales estos pensaron que la entelequia “pueblo” iba a acompañarlos. Graciosamente
atroz, el Pepe pensaba lo mismo en el 83, que volvía, en Ezeiza lo esperaban
las masas que lo llevarían en andas hasta la Casa Rosada para cogobernar con
Alfonsín.
Si fue una operación de inteligencia o les habían
puesto una trampa, no lo se ni se sabrá nunca. No me toca ese análisis. Si lo
fue, se supone que entre estos nuevos imberbes había tipos políticamente
experimentados (se supone, hoy creo que todos estarían hablando huevadas en el
panel de 678).
La historia es conocida, los milicos defendieron el
cuartel, mataron unos cuantos y habrían chupado un par. Gorriaran huyó, con el
apoyo de los pocos compas que “comprendieron que todo estaba perdido pero había
que salvar la conducción” y apareció años después. Los sobrevivientes fueron
presos y algunos terminaron su condena en España (en uso de tratados de
extradición por doble ciudadanía), en algún momento de los noventa agarraron de
las pestañas a Gorriarán que también, esta vez, fue preso. Algunos políticos
aprovecharon que un par de los caídos tenían lazos familiares con dirigentes
radicales para meter a la Franja y a la Coordinadora en la volteada. Incluso un
ex presidente democrático cometió una de las últimas infamias de su vida, con esta
acusación. Y más de uno quemó agendas donde podía haber un teléfono o nombre comprometedor
(yo lo hice borrando el de un mediocre profesor de FSOC, el primero en abrirse
de gambas y mirar para otro lado).
Años después, en un exitoso programa de TV, un
activista increpó a un De La Rua incomodo sobre “la huelga de hambre que
estaban haciendo los pibes y que se estaban muriendo (supongo que de hambre)”. El
mareado ex presidente no supo que hacer. Y terminó salvado por el Oso Arturo
(El de Tinelli, no el del Zoo de Mendoza). Tal vez, tal vez, la historia
hubiese sido otra si Chupete hubiese respondido: “Que se jodan, por haber
atentado contra la democracia”. A veces, eso cuanta como un gesto de autoridad
que De La Rúa estaba perdiendo.